El enojo es más fácil de transitar que la tristeza.
Mi cuerpo lo procesa mejor. Su sensación no se queda atorada, como espina de mar, en mi tubo gástrico. Al enojo una puede quitárselo rápidamente de encima, con un exagerado movimiento abandona el cuerpo. Sin notificarse de las consecuencias. A la tristeza, en cambio, no hay forma de echarla ni de notificarle que no venga. La sañosa hace nido en el cuerpo, lo trepa como hiedra y encuentra siempre la forma de alcanzar el cuello para robarnos el aire.
El enojo es, en ese sentido, más noble.
Aprendí del enojo con mi primer novia.
Conocí la emoción mucho antes, pero fue con ella, su rebeldía y su descaro por escupir siempre lo primero que sentía, lo que me hizo conocer la nafta divina del enojo. Un derecho divino que permite el movimiento. No sólo se me abrieron las puertas de la dulzura y la locura del primer amor sino también la del descaro de no temerle a las consecuencias de la palabra. Como si hablar pudiera abrir puertas y no sólo quemar ciudades.
Bien edipica descubro que mi madre vivió, de la vida que yo le recuerdo, la mayor parte con una bronca fría, casi elegante. La llegaba colgando sobre su cuello, como un aviso o como una joya salvada de un naufragio. Ojo, que puedo estallar. Ojo, que puedo sobrevivir al dolor. En esa dualidad andaba y lo hacía con una precisión que asombraba y asustaba a la misma vez. Detrás de esa furia se encontraba nada más que la tristeza de la ausencia, de la perdida. Fue con la llegada de su enfermedad y sus nuevos amores (que no podría ver crecer) que esa máscara comenzó a desarmarse. Nunca llegó, en voz alta al menos, la temida tristeza. Por el contrario, llegó la vulnerabilidad. Mi madre dejó de llevar colgando con tanto orgullo su frialdad y comenzaron a emerger las palabras, el encuentro, el desencuentro, la aceptación.
Cuando veo el nombre de mamá en el cajón sé que la astilla cavó lo más hondo de lo que alguna vez llegó. Trago saliva, este va a ser el día más largo de mi vida y todavía quedan tramites que hacer. Pienso en lo ridículo que es todo, firmo papeles que te permiten irte de la burocracia de la vida cuando vos siempre llenaste todos los documentos que me permitieron a mi vivir una vida digna.
Pasaron 8 meses.
Es la rabia por una felicidad soñada, deseada, mi nueva nafta. Se siente como si me hubieran tirado otra vez a la vida. Camino y ando como naufraga. Por momentos con un hambre voraz: de vida, de amor, de amistad. Los excesos me recuerdan el sabor de la vida. Intento tomármelo con calma. Sé que dentro de mí se esconde un mar y hay remolinos esperando que pise mal para llevarme a mis profundidades.
Por el momento creo que estoy jugando a que sé navegar. Ya no tengo mi faro que me recuerda que puedo estrellar pero gracias a Dios, o a tu fantasma, solo me inspira movimiento ir en busca del sol. Sentir sus cálidos rayos en el cuerpo.
Soy como un bichito de luz, escapando de la oscuridad.
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