Hay personas que convierten el malestar en una forma de respiración. Uno podría decir que se quejan porque están vivas, aunque a veces sospecho lo contrario: que viven para poder quejarse. No hablo del disconforme filosófico, ese que duda por deporte intelectual, sino del inconforme doméstico, cotidiano, de mesa chica, capaz de encontrar la falla en un día sin fallas. Es el tipo de persona que, si se le sirve el café justo a la temperatura ideal, pregunta si no había uno un poco más caliente.
Al principio uno cree que la disconformidad ajena es una especie de desafío pedagógico, una oportunidad para superarse. Uno limpia mejor, habla más suave, argumenta con mayor paciencia. Pero pronto descubre que no hay esfuerzo que alcance: cada acto de buena voluntad alimenta el hambre del reproche, como si la queja necesitara combustible para seguir existiendo.
Y así la convivencia se vuelve una especie de guerra sin ruido, una batalla de gestos microscópicos. Uno se vuelve experto en prever el disgusto del otro, casi como un meteorólogo del fastidio. “Va a llover”, piensa uno, cuando el otro frunce el ceño ante un detalle imperceptible: una palabra fuera de lugar, una toalla mal colgada, un silencio mal interpretado.
Lo curioso —o lo trágico— es que el disconforme no busca solución. La queja es su modo de afirmarse en el mundo, su manera de decir “estoy aquí”. Si algo funcionara, si un día no hubiera motivo alguno para protestar, tal vez se disolvería en el aire, como esas criaturas de los cuentos que solo existen mientras alguien las nombra.
Yo, que durante un tiempo creí posible la pedagogía del afecto, terminé comprendiendo que no hay salida. No al menos una decorosa. Porque huir es una derrota, pero quedarse también. Entonces uno aprende una forma secreta de resistencia: el pensamiento silencioso, la fuga interior. Mientras el otro enumera sus agravios, uno construye, en la mente, un pequeño laboratorio de metáforas.
Allí, por ejemplo, la queja del otro se transforma en un zumbido constante, como el de un fluorescente viejo. Ya no duele: acompaña. Uno puede incluso escribir con ese ruido de fondo, como quien aprende a dormirse junto al tráfico.
A veces imagino que esa persistente disconformidad es una especie de música invertida. No hay melodía, solo ritmo, el ritmo del hastío. Y pienso que, de algún modo, todos tenemos dentro un pequeño músico del descontento, marcando el compás de lo que falta, de lo que no fue.
Pero cuando conviven dos ritmos incompatibles, el ruido se vuelve insoportable. Entonces uno se pregunta si el amor, o la convivencia, o la amistad, no consisten precisamente en eso: en aprender a desafinar juntos sin romper la canción.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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