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La puerta

Abr 10, 2025

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La puerta
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El sonido de los tapones golpeando las frías cerámicas me mantiene con los ojos bien abiertos. Las luces del estadio se filtran por debajo de la puerta del vestuario, como si intentaran meterse para ver qué está pasando.
Es inútil cerrar los ojos para evitar la realidad y concentrarme. Afuera, el murmullo crece, y aunque no lo escucho con claridad, lo siento en el pecho.

Respiro hondo y termino de ajustar mis botines, quizás los más desgastados del plantel.
La camiseta puesta con la pechera fosforescente, un dorsal muy alto en comparación con el de las grandes estrellas de este deporte, la cinta roja en mi muñeca izquierda y el beso al rosario antes de guardarlo en el neceser son quienes me acompañan en esta fría noche en Caballito.

—¡Vamos, che! ¡No se regala nada hoy, eh! ¡Hay que matarlos a los muertos esos! —grita uno de los titulares mientras se ajusta el cordón del short.

Empiezan los aplausos y los gritos. Todos se levantan: algunos energéticos, otros terminan de rezar, y unos pocos, desganados.
Todos en el medio del vestuario, abrazados como en un festejo de gol.

El técnico termina de dar la charla, pero no capto del todo lo que dice. Apenas fragmentos: “concentración”, “ser simples”, “no le fallemos a la gente”. Lo miro de reojo. ¿Cuándo va a decir mi nombre? ¿Va a decirlo?

Las manos me transpiran, y no sé si es por nervios o por calor. El utilero abre la puerta. El sonido del estadio entra como una ola: gritos, bombos y cantos. Puedo escuchar el famoso "Ferro mi buen amigo ..."

Salimos al túnel. Hay olor a pasto mojado y a pomada muscular. Camino directo al banco de suplentes, hoy, mi lugar seguro.
Los reflectores me encandilan mientras aprecio una marea de remeras verdes cantando como si su vida dependiera de ello. Se me revuelve el estómago, se me arruga la cara. ¿Me emocioné? ¿Estoy por llorar? No sé, no asimilo bien todo lo que está sucediendo.

Tapando con mis manos las luces, busco a mi familia en la platea. No los veo, pero sé que están. No sé si es una forma de calmarme, pero siento sus voces cerca.

Me siento. ¿Ocupé el lugar de alguien? Bueno, me muevo. ¿Pero mis compañeros ya me van a ver indeciso? Me quedo acá, listo.

Un apretón en mi hombro derecho me saca de mi cabeza.
—Bienvenido a Primera, nene. Te quedó lindo el corte que te hicimos en la concentración —me dice Hernán Granadero, un veterano del plantel.

Sonrío tímidamente.
Él me entiende, sabe lo que estoy sintiendo. Dos palmadas en la espalda me alcanzan para entender que me está diciendo que todo va a estar bien.

Los ojos clavados en el partido, pero mi cabeza no está del todo ahí. Estoy aca, sintiéndolo todo, pero como un fantasma: presente, pero invisible. Ni un pase, ni un grito, ni una jugada. Nada.

La transpiración me corre por la espalda, pero no hice ni un solo movimiento. Apenas un calentamiento a medias en el entretiempo, por si acaso. Por si el DT me miraba con ganas. Por si algo cambiaba.

Delante mío, el lateral titular se toma la rodilla. Hace una mueca. El médico se levanta.
Mi cuerpo se tensa sin permiso. Pupilas dilatadas como cuando mi gato ve una paloma en la ventana. Tengo el estómago hecho un nudo desde que empezó el segundo tiempo, ahora no puedo ni respirar.

“¿Voy yo? ¿Es ahora? ¿Y si entro y me equivoco en el primer pase? ¿Y si me hacen un caño? ¿Y si justo hoy no soy el que entrenó tan bien toda la semana?”
La cabeza me va a mil.

El técnico camina hacia nosotros. Lo veo venir desde el rabillo del ojo, pero no lo miro directo. Como si eso pudiera cambiar el destino. Como si, si no lo miro, tal vez no me elija… o tal vez sí.
Lo veo hablar con Daniel, su ayudante de campo.

—¡Nene, a calentar, dale! —me dice, mirándome a los ojos.

Estoy anclado al suelo. El pecho se me sale.
Ni me di cuenta y ya estoy al lado de Marito, el preparador físico.
—Trote y da la vuelta con un pique —me dice, pasando su brazo por mis hombros.

Arranco, pero me cuesta. Esto es mucho para mí. Todo lo que viví desde los 10 hasta los 18 años pasa por mis ojos… hasta que mi propia autobiografía se corta ante el grito de Daniel:
—¡Sacate la pechera, vas a entrar!

Los muchachos me aplauden, mucho más que al resto. Están conmigo, son mi familia.
Miro una vez más a la tribuna, a ver si de casualidad veo a mis viejos.
—Tranquilo, disfrutá, divertite. Este es el primero de muchos —me susurra Alfredo, el DT que me subió a Primera.

El cartel luminoso muestra mi número en verde.
La voz del estadio dice mi nombre y apellido.

No puedo no pensar en las noches solo en la pensión, en la comida recalentada del buffet, en el único par de medias rotas para jugar que traje desde mi ciudad y en cada lágrima que cayó por extrañar a mis padres.

Cruzo la línea de cal. Crucé la puerta.
Quizás la puerta más lejana de todas.
Cuántos quedaron del otro lado de esta puerta.
Cuántos sacrificaron momentos por ella.
Cuántos darían todo por verla de cerca.

Hoy pude.
Hoy llegué.
Hoy crucé la puerta.

Leandro Santagada

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