No lo escuché llegar.
Lo sentí.
Como un temblor en la superficie quieta de un lago,
como una luz filtrándose por una grieta que creía sellada para siempre.
Estaba ahí,
de pie,
respirando con esa calma que sólo los vivos conocen.
Y yo…
yo no respiraba.
No podía.
No quería.
No cuando él lo hacía por los dos.
Cada latido en su pecho era un golpe suave en mi memoria,
una campanada lejana que me recordaba todo lo que ya no soy.
El calor subía por su cuello,
se dibujaba en sus mejillas,
y su alma —sí, su alma— parecía brillar un poco más que el resto del mundo.
Tan humano.
Tan intacto.
Tan dolorosamente vivo.
Me acerqué como se acerca quien no está seguro de merecerlo.
No con hambre. No con ansias.
Con una curiosidad que no dolía… aún.
Y cuando lo tuve cerca, cuando el aire entre nosotros se volvió tan delgado como el susurro de una hoja al caer,
comprendí que aquello no era sólo atracción.
Era fascinación.
Era asombro.
Era la primera vez, en mucho tiempo,
que no me sentí completamente perdido.
No sabía que aún podía admirar algo sin querer poseerlo.
No sabía que aún podía sentir sin consumir.
Y fue ahí,
justo ahí,
cuando supe que él era distinto.
Y que yo también lo sería…
si me dejaba sentirlo.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión