Mientras soy espectadora mental, una vez más, de la pelea, paso la mirada por las plantas del patio aplastada por el calor. Tu cara perdida en el piso, la planta de palta que mi abuela engendró y nunca agarró bien en casa. El plato vacío con restos de arroz desintegrados, mi panza llena y revuelta del disgusto, el cactus rebosante que no para de sacar nuevas cabezas a la vez que se reseca el cimiento de su tronco. Tu acto reflejo de defensa, un “yo no disfruto esto, eso sí que no es así. Eso sí que no”, la Flor de Azúcar rojísima y tímida, que ya tiene más de 5 años y florece pero nunca crece en tamaño. Mis ganas de gritar contenidas en llanto que me quiebra la voz como cuando era chica, el Lazo de Amor que no tiene límite y rebosa por fuera del inmenso macetón, que extiende nuevos lazos hacia afuera y si tuviera tierra fértil dominaría el jardín a disposición. El silencio que duró minutos, luego decenas y luego horas, ya con nosotros en la cama cuando apagué el velador, la planta colgante con hojas puntiagudas que sólo puede considerarse hermosa cuando el sol la quema tanto que saca de adentro suyo un violeta que parece ser su color. Pero si cada uno de sus tallos no siente el rayo directo en sus hojas horas y horas al día, solo se muestra verde, un verde tan común que nadie apostaría que tiene algo que embelesa y que contrasta con todo el otro follaje, un violeta tan intenso que no puede existir por sí mismo, que necesita de esa luz.
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