La paradoja de matarse a sí mismo | Cuento metafísico
Nov 8, 2025

Paradoja: Se puede viajar en el tiempo y matarse uno mismo?
Académicamente era impecable, un ensayista, aunque claramente fanático de la metafísica. Conseguía conciliar sus propias ideas con distintas ramas de la ciencia. Pero, notablemente frustrado, se encontraba; erosionaba en él una corrosiva rabia plutoniana. No había conseguido, en sus cuarenta años de trayectoria, un solo invento con el que se le atribuyera la misma gloria que a Ruiz Ortiz, su contrincante científico.
Ortiz tenía una labia pedante, dogmáticamente impenetrable. De métodos y estudios estrictamente académicos y tradicionales. Un opinólogo de primera, pero al menos con fundamentos. Lo contrario a nuestro protagonista, el señor Fink, quien sabía apreciar, acaso, lo que yace invisible e innombrable. Titubeaba entre la filosofía, la psicología jungiana y grandes libros añejos de ocultismo.
Se dejaba fascinar por páginas de metafísica, tanto así que pensaba arruinarle la fiesta a su entonces antagonista y propulsor de su ambición. Ortiz, aunque incansablemente estructurado, para alcanzar —si acaso— el éxito, creaba inventos que eran, en su máxima expresión, el descaro mismo.
Esta vez planeaba una máquina del tiempo cuyo fin tenía como objeto matarse a sí mismo, para así comprobar que las paradojas filosóficas y físicas solo contaban con una sórdida teoría. Pero él, como siempre acostumbraba, poseía más que la verdad; poseía más poder que incluso su creador.
Fink creía posible este hecho, aunque muy dubitativo respecto de si él podía comprenderlo a través de la metafísica. Pues, si todo es mente, eventualmente podría haber un lapsus en el que incluso se pudiera matar una parte de sí. Siendo sus creencias consecuentes con esto, también sostenía que el tiempo, de hecho, no existía linealmente, y que todo concurría simultáneamente: pasado, presente y futuro.
Por lo tanto, el pasado, al ser una reconstrucción de la memoria —una que objetivamente recuerda los hechos bajo una lupa subjetiva, es decir, dependiendo del sistema de creencias de cada uno—, podría ser asesinado, sí, pero psíquicamente.
Así que, pasó rutinariamente argumentando en un ensayo cuán equivocado estaba el doctor Ortiz. Recaudó toda la información posible desde su biblioteca personal, recolectando toda clase de teorías metafísicas.
Pero, para entonces, Ortiz ya había dado con la creación de la máquina. Fink le advirtió que la única forma de viajar al pasado era a través de la mente. Pero debía estar más que estimulado para siquiera ordenarse a sí mismo matarse. Puesto que, cuando lo intentase, lucharía incansablemente entre sus creencias antiguas, que no le permitirían cambiar el pasado que él mismo creía cierto.
Fink fue desacreditado por la academia, perdiendo casi en su totalidad el derecho siquiera a presentar ensayos con semejante subjetividad; el tribunal quería inventos, no falacias ni teorías a medias. Entonces, nuestro doctor, totalmente entumecido por la noticia, se esforzó en contactarse —como último medio para reivindicar su nombre— con su viejo maestro Sigmund.
Porque, si le había fallado la propia filosofía, al menos le quedaba intentar con una última sesión: la hipnosis.
Sigmund recostó a Fink y lo dejó reposando en su sala de consultoría. En los anteojos del doctor se visualizaban las chispas de una chimenea. El calor de la habitación latía en su mejilla, y todo aquello le recordaba por qué se encontraba allí: la rabia de saberse igualmente digno que Ortiz, de querer quedar en la historia. Sigmund desglosó de su mano un péndulo, retiró los anteojos del doctor y comenzó a hipnotizarlo intrépidamente.
Fink consintió al llamado de su conciencia y trascendió cualquier atisbo del tiempo: se encontraba en el pasado. Estaba en su casa. En la acústica del pasillo, solo ecos de una voz protestante se oían más allá de él: era su padre. Lo retaba, lo aniquilaba con su forma tan peculiar de decirle, vagamente, que su existencia no era digna de su validación. Ya en la puerta, el doctor lo miraba; allí estaba su infante, su otra mitad.
El padre, trajeado, daba vueltas y vueltas. Parecía haber vuelto del trabajo. Con uniforme elegante, caminaba dando pasos en círculos, poniendo las manos en su cabeza como si quisiera arrancarse cada cabello que poseía. Era una vergüenza para aquel magistrado ver a su hijo fracasar académicamente, una y tantas veces.
El retorno del trauma volvió a la psique del doctor Fink. Sus ojos estaban incluso más chispeantes y rojizos que la chimenea; una furia irracional tenía cabida en su conciencia. Avanzó firmemente, apretó los puños en dirección a su padre y, proporcionándole una compulsiva piña, lo sacó del medio.
Apreció a su yo infante llorar. El niño lo miraba más que asustado, sosteniendo los exámenes que se había atrevido a desaprobar. Entonces, se aventó hacia él y lo ahorcó repetidas veces, abasteciéndose del nuevo poder que sentía ante esa inútil versión suya que tanta verborrea causaba a su padre.
Lo dejó azulado, del matiz de los dos colores que más apreciaba de adulto, y todo a su alrededor se ennegrecía: la habitación, los muebles, todo desaparecía. Todo aquello eran no más que partículas en el universo de su inconsciente.
Finalmente, un salto hacia la realidad le devolvió el aliento. Transpirado se encontraba, temblorosamente afligido por el latir de su corazón. Pero pensaba y pensaba, y nada hallaba.
Sigmund solo preguntó una vez:
—¿Qué sucedió con el niño?
Fink respondió, inepto ante tal pregunta:
—¿Qué niño?
Fue entonces cuando Sigmund dio por finalizada la vasta sesión. Puesto que la hipnosis había borrado el trauma y, con ello, el pasado que sometía a Fink a tales letargos de ambición.
Se había matado a sí mismo aquel día. Su teoría, en efecto y simbólicamente, era cierta: sí se podía.
¿Y qué pasó con Ortiz? Bueno, él también logró su cometido.
Se mató a sí mismo. Falleció dentro de la máquina.

Milagros Gomez
Desarrollo un sub-género llamado Terror Poético, que combina la poesía gótica y el terror psicológico, con el existencialismo y la metafísica.
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