Hay una trampa que se repite: confundir movimiento con progreso, ruido con relevancia, velocidad con eficacia. En un tiempo que premia lo inmediato, lo viral y lo que estalla en los primeros segundos, elegir la paciencia puede parecer un gesto contracultural. Pero también puede ser una de las decisiones más estratégicas.
Esperar no es lo mismo que quedarse quieto. La paciencia no es pasividad: es método, es presencia sostenida, es decisión de mantenerse haciendo incluso cuando los resultados no llegan. La constancia suele ser silenciosa, poco llamativa. Es esa línea recta que avanza detrás de escena mientras todo el mundo mira los fuegos artificiales.
El que se esfuerza todos los días, aunque nadie lo vea.
El que sigue adelante sin atajos ni validación inmediata.
El que mejora en lo suyo aunque no reciba aplausos.
El que aprende en silencio.
Todos ellos están construyendo algo más valioso que reconocimiento fugaz: están construyendo con tiempo. Están construyendo con criterio.
Lo interesante de la paciencia es que no depende del contexto. No necesita aprobación ni respuesta inmediata. Solo necesita una convicción inicial: saber que algo vale la pena. Y después, repetir. Confiar en que la repetición no es rutina sino artesanía. Que las pequeñas acciones, acumuladas, hacen volumen. Y el volumen, un día, se vuelve visible.
No hay un gran momento donde todo se define. Hay mil momentos diminutos que se suman. Y la diferencia entre quien llega y quien abandona no siempre es el talento o la suerte: muchas veces es simplemente el que siguió.
La paciencia no es resignación. Es estrategia.
Y a veces, es la única que funciona.
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