En el umbral de la noche, cuando el reloj se ahoga en su propio tic-tac y la ciudad duerme bajo el peso de su propia culpa, él despierta. No por voluntad, sino por convocación interna, como si una mano invisible girase la cerradura de su cráneo desde dentro, y abriera lentamente la jaula donde habitan las voces sin nombre.
El cuerpo —ese territorio neutral y desgastado— se despereza con lentitud. El rostro, inexpresivo, aún no ha decidido a quién pertenecer. Pero detrás de los ojos, el teatro ya se ha alzado.
Uno de ellos —el primero en llegar siempre que hay sangre— observa el mundo con fascinación quirúrgica. No siente asco. No siente amor. Siente algo más puro: curiosidad. Su deleite no reside solo en el acto de desmembrar, sino en la poesía que se escribe con tendones, en las metáforas escondidas en las vísceras aún tibias. Para él, cada cuerpo es un códice sagrado que se abre con bisturíes y se lee con la lengua. La belleza no se pronuncia: se arranca, se mastica.
La habitación donde actúan no huele a muerte, sino a devoción. Las paredes acolchadas —no por seguridad, sino por costumbre— están salpicadas con trazos de arte involuntario: una gota aquí, una línea de arrastre allá. Como si alguien pintara en medio del dolor. O con él.
El otro, más sutil, se presenta sin anuncio. No empuña cuchillos: empuña palabras. Le gusta esperar, ver a las personas abrirse solas, hasta que queda visible la pequeña fractura que todos ocultan. Entonces ataca. Con precisión cruel, como un pianista que conoce cada tecla rota del alma ajena. Disfruta cuando los demás se encogen, cuando las sonrisas tiemblan, cuando la vergüenza florece en los ojos como lirios negros. Daña porque puede. Porque el dolor ajeno le recuerda que sigue existiendo.
A veces, en esos instantes de claridad antes del amanecer, el cuerpo recuerda que alguna vez fue uno solo. Que hubo un tiempo sin cuchillas ni insultos ni manchas en las paredes. Pero el recuerdo es tan tenue, tan cobarde, que se desvanece en cuanto alguno de ellos sonríe.
Y sonríen a menudo.
Lo curioso es que nunca se hablan entre sí. No necesitan hacerlo. Basta con el espacio que se ceden, con los susurros que dejan colgados en el aire como ropa húmeda. Uno llega cuando el otro se sacia. Uno ríe cuando el otro llora. Una danza ininterrumpida, lúgubre, de apetitos que no pueden calmarse, solo celebrarse.
El mundo, mientras tanto, no ve nada. Solo un hombre más, caminando por la calle, con la mirada ausente y los dedos temblorosos. Pero si se acercaran lo suficiente, si lo miraran de veras, verían que su sombra se divide en tres direcciones opuestas
Y ninguna de ellas desea volver.
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