Hoy fue uno de esos días en los que mi corazón se sintió más pesado que de costumbre. estuve mirando al vacío por horas sin una razón concreta, y sin embargo, en ese tiempo de desconexión toda mi mente se encendió de recuerdos.
Regresé a las noches de ir a comer hamburguesa con mi mamá, donde el mundo era tan simple que la única preocupación era que bebida acompañaría mi comida. Volví a jugar a las muñequitas con mis amigas del preescolar. Me vi deslizándome por el rodadero del parque, mientras el viento golpeaba mi cara. Y luego, la imagen de mi papá empujando mi bicicleta para darme impulso.
Llegué a la conclusión de que no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos, hasta que eso se convierte en recuerdo. y no hay nada más doloroso que admitirlo.
La nostalgia me consume porque me doy cuenta de que todo eso ya no hace parte de mi presente y que no hay nada que me de más miedo que olvidar. Olvidar sería deshacerme de una parte de mi historia. Sería renunciar sin querer a todo lo que me hizo ser quien soy. Porque al fin y al cabo la identidad no es solo un conjunto de características o decisiones: es una historia construida por memorias, emociones y la repetición constante de momentos que nos definieron y que seguimos cargando.
Y quizá por eso escribo. Porque de alguna manera, al nombrarlo, al dejarlo aquí, lo salvo de aquel olvido. Lo convierto en testimonio de que alguna vez fui esa niña. Y que en el fondo, aún lo soy.
Somos lo que recordamos, pero también somos lo que anhelamos recordar.
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