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La noche en que el reloj dejó de latir

Aug 8, 2025

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La noche en que el reloj dejó de latir
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En un pueblo a la costa del río Torpe, todos nacemos con un reloj en el pecho. Esta maquinaria encierra todos los momentos de tu vida. Empieza a girar sus manecillas antes del nacimiento y se traba a la hora de la muerte. Viene prediseñado, pero no se puede elegir.

Es un reloj que suena diferente según el pecho en que se aloje. Sin haber visto uno dentro de un ser humano real —solo en los museos—, puedo decirte que son todos muy distintos. Por ejemplo, el de mi hermano va lento, como él, y hace tic... tac... tic... tac. El mío suena más como un motorcito: brumm brum brumm, brumm brumm brumm.

Mi mamá dice que parece un reloj despertador, de esos que van a pila, y que por eso siempre ando a las corridas. Esto me asusta, porque el otro día, en el colegio, aprendimos que los relojes que se apuran son más propensos a la muerte prematura, ya que al funcionar tan velozmente generan una especie de cortocircuito que los hace colapsar. Aquí, en el pueblo que rodea el río Torpe, no se arreglan los relojes porque existe la creencia de que, si así han sido creados, es por algo más grande que nosotros mismos.

Cuando llegué de la escuela aquel viernes soleado, sentí que había algo raro en mí. Mamá me dijo que eran supersticiones tontas y que no debía escuchar a la maestra, aunque, al sonreírme, algo en su rostro se veía opacado. Esa tarde jugué con mi hermano en el jardín y merendamos chocolatada con galletas, algo que solo se reservaba para ocasiones especiales.

Los ojos humedecidos de mi hermano levantaron la mirada del plato hacia los de mi madre, que solo pudo asentir como respuesta. Yo estaba por la cuarta galletita. Al notar la escena, con la masa aún en la garganta, pregunté:

—¿Qué pasa?

Mi hermano me siguió pasando la pelota y entendí que debía ser cosa de ellos… aunque se sentía sobre mí.

A la noche, papá me arropó y me contó un cuento. Como de costumbre, fue mi favorito: ¿Dónde van las aves cuando vuelan?. Es la historia de un pajarito que vuela lejos y se encuentra con todos los juguetes y familiares que alguna vez amó. A papá se le escaparon un par de lágrimas; lo entiendo, es un libro muy emotivo.

Cuando se fue, miré por la ventana de mi habitación y le pedí a la estrella que estaba arriba que, en la noche en que mi reloj dejara de latir —brumm brum brumm, brumm brumm brumm—, me convirtiera en un pajarito con un corazón de verdad y plumas del color de mi cabello.

Cerré los ojos con fuerza y me entregué al sueño. Sentí mi reloj calmarse por primera vez. Respiré. Abrí los ojos y, a mi alrededor, todo era verde. Estaba en la copa de un árbol. Un gran nogal.

Giré mi nueva cabeza y mis plumas castañas me abrazaron. Llevé el oído a mi pecho y escuché el pum, pum, pum de mi nuevo corazón. Salté de alegría, bailé y, sin darme cuenta, me caí de la rama. Chillé como loca, pero recordé que podía volar.

Volar tan alto que nada, ni nadie, ni siquiera una aguja de reloj, me pueda alcanzar.

Camila rodriguez

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