Mientras me tomaba un mate en el parque, a dos cuadras de mi casa, apareció un ave, era un benteveo. No llegó de golpe, sino con esa calma ruidosa que tienen las aves que saben que no necesitan anunciarse. El amarillo de su pecho parecía un fuego tibio, un sol pequeño que se paseaba a saltitos entre los pastos. En el rostro, la franja oscura lo volvía casi un personaje de teatro, máscara de viajero que se disfraza de cotidiano. Descubrió una semilla y celebró su hallazgo con brincos y silbidos, como si ese instante fuese todo el universo y no existiera nada más que la revelación de un grano escondido en la tierra. Lo observé con esa atención que no se pide, que simplemente sucede, como si una fuerza invisible me empujara a grabar la escena en la memoria.
Horas después, cuando la tarde ya se deshacía en tonos dorados y las tazas de la merienda habían quedado en el fregadero, me encontré lavando los cubiertos. El agua tibia, el sonido de la loza, la espuma que se aferraba a mis manos. Entonces apareció otro visitante: un pájaro distinto, discreto, vestido en grises. No supe darle un nombre, ni siquiera me atreví a adivinar su especie. Se posó en la baranda de la ventana y se quedó allí, inmóvil salvo por el vaivén de su canto. Una melodía tenue, sin estridencias, que fue sosteniendo hasta que el sol se escondió y las sombras empezaron a tomar posesión de la calle. Aquella música, más cercana a un susurro que a un himno, llenó el silencio de la casa con una paz inesperada.
Ya en la noche, tumbado en la penumbra de mi habitación, las dos escenas regresaron, persistentes, como si hubiesen estado esperando ese momento para desplegar su significado. Y entonces lo comprendí: aquellas aves, tan distintas y tan breves, me habían dado un obsequio secreto. Me enseñaron, sin palabras, que la vida se sostiene en lo menudo, en esas pausas que solemos pasar por alto, en los detalles que se abren como grietas luminosas en medio de la costumbre. Comprendí que avanzar no siempre se parece a la prisa, que a veces se avanza deteniéndose, dejando que el mundo se revele con la simpleza de un canto.
Agradecí, en silencio, esa generosidad involuntaria. Agradecí al benteveo y al pequeño pájaro gris por recordarme que lo cotidiano también puede ser un milagro, que mirar con calma es ya una forma de volar. Porque la vida, pensé, se parece demasiado al vuelo: incierta, quebrada por sobresaltos y desvíos, pero también hecha de pausas, de descansos necesarios, de respiros que sostienen la travesía.
Quizás lo sublime no esté en conquistar el cielo ni en llegar a ninguna parte, sino en aprender a suspenderse un instante en el aire, como esas aves que me mostraron —sin pretenderlo— que hasta la quietud puede tener alas, y que en esa quietud también late la maravilla de estar vivos.
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