La niebla matinal aún persistía en las calles cuando Silva se refugió en su oficina, envuelto en el humo de su cigarrillo y el sabor amargo de un café frío. La puerta se abrió y una joven, con la frescura de la mañana en su rostro y la ropa que parecía importada de un mundo más lejano, entró con paso firme.
"¿El detective Silva?" preguntó, su voz como una brisa ligera.
Silva asintió, invitándola a sentarse frente a su escritorio. Ella se presentó como María Santos, su mirada preocupada y su belleza inocente contrastando con la dureza del motivo que la llevaba allí.
"Mi hermano Bruno ha desaparecido", dijo María, su voz temblando ligeramente. "Hace dos semanas. Mi padre, Enrique, es policía y está buscándolo, pero... necesitamos ayuda".
Silva entrecerró los ojos, el humo del cigarrillo danzando en el aire. "¿Bruno tenía pareja, alguien especial?" preguntó, su tono profesional pero con un toque de curiosidad.
María negó con la cabeza, su cabello oscuro moviéndose suavemente. "No, que yo sepa. Al menos, no mencionó nada".
Silva anotó algo en su libreta, su mente ya trabajando en las posibilidades. "¿Alguna idea de dónde podría haber ido? ¿Amigos, lugares que frecuentara?"
María frunció el ceño, pensativa. "No sé... Era muy reservado sobre su vida personal. Pero sí mencionó algo sobre un proyecto en el que estaba trabajando. Dijo que podría cambiar todo".
La curiosidad de Silva se intensificó. "¿Qué tipo de proyecto?"
María se encogió de hombros. "No lo sé. No quiso decirme más".
Silva asintió, su mirada penetrante. "Estoy aquí para ayudar, María. Encontraremos a Bruno".
Pero mientras hablaba, una pregunta ya se formulaba en su mente: ¿qué secreto podría esconder el hermano de María para desaparecer sin dejar rastro?
La soledad envolvía al detective Silva mientras permanecía sentado en su despacho, sumido en sus pensamientos. Diez años atrás, había sido un policía de la PDI, pero su experiencia le había enseñado que la justicia a menudo estaba condicionada por el dinero y las mentiras. Ahora, como detective privado, buscaba la verdad más allá de las apariencias.
Sobre su escritorio, una sola foto de Bruno y las anotaciones de sus conversaciones con María eran los únicos hilos que lo conectaban con el caso. El apellido Santos resonaba en su memoria, pero no lograba recordar dónde lo había escuchado antes.
Con el estómago gruñendo, decidió salir a comer. Bajó a la calle y se dirigió a un restaurante cercano, donde fue recibido por la cálida sonrisa de una camarera de unos 40 años. Mientras pedía su comida, su mente seguía trabajando en el caso.
Al tomar su primer bocado, un recuerdo comenzó a emerger. La universidad. Uno de sus compañeros de clase se apellidaba Santos. Enrique Santos. Lo recordaba ahora. No habían hablado mucho, excepto aquella ocasión en una cafetería cerca de la universidad.
En aquella cafetería, Enrique estaba con amigos suyos, discutiendo casos de asesinatos y desapariciones. Enrique les contó un caso particularmente perturbador sobre un hombre que había asesinado a su familia con un cuchillo. La historia era escalofriante, pero lo que más impresionó a Silva fue la reacción de Enrique al finalizar el relato. Se rió y dijo: "¿Sabéis lo que creyeron? Jajaja, era mentira".
Aquella reacción había dejado una impresión duradera en Silva. Nunca más volvió a hablar con Enrique en la universidad. Ahora, mientras disfrutaba de su comida, se preguntaba si ese encuentro casual podría estar relacionado con el caso que estaba investigando.
La camarera interrumpió sus pensamientos, preguntándole si deseaba un postre. Silva sonrió y declinó, pero su mente ya estaba en otra parte, siguiendo la pista de Enrique Santos.
Entró en su oficina, cerró la puerta detrás de sí y descolgó el teléfono. Marcó un número conocido y, después de unos timbres, una voz familiar respondió.
- ¿Aló?
- Hola, Carlos. Soy yo. Necesito tu ayuda.
- ¿Qué pasa? ¿Todo bien?
- Sí, todo bien. Necesito información sobre alguien. ¿Conoces a un tal Enrique Santos?
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
- Sí, lo conozco. Enrique es un buen policía, un hombre integro. ¿Qué pasa con él?
- Estoy buscando información sobre él. ¿Sabes algo sobre su situación actual?
- Bueno, lo último que sé es que está buscando a su hijo Bruno, que desapareció hace dos semanas. Es un caso difícil, pero Enrique no se rinde. Es un hombre muy determinado.
- ¿Sabes algo sobre la investigación?
- No, no sé detalles. Pero puedo hacer algunas preguntas y ver qué puedo averiguar.
- Gracias, Carlos. Te debo una.
- No me debes nada. Espero que encuentres lo que buscas.
En la residencia de María, reinaba una atmósfera de aparente normalidad, salvo por la ausencia perturbadora de Bruno. Mientras tanto, Enrique llegaba a su hogar, exhausto después de una larga jornada de búsqueda incansable por encontrar alguna pista que lo llevara a su hijo. En la casa, la silenciosa tensión era palpable, compartida por Enrique, su esposa María, María y la empleada doméstica, una mujer de 35 años que observaba con discreción.
Enrique encendió un cigarrillo, inhalando profundamente antes de exhalar una bocanada de humo. Su mente estaba constantemente ocupada, consumida por pensamientos que no compartía con nadie, ni siquiera con su esposa o hija. La empleada, testigo silencioso de la angustia familiar, también se abstenía de intervenir.
En el trabajo, Enrique era conocido por su amabilidad y dedicación, cualidades que contrastaban con su taciturnidad en casa. Su búsqueda de Bruno se había convertido en una obsesión, un compromiso que lo mantenía ajeno a todo lo demás. Su esposa e hija, aunque comprendían su dolor, anhelaban el regreso del padre y esposo que conocían, antes de que la desaparición de Bruno cambiara todo.
Enrique creció en un hogar marcado por la violencia y el miedo. Su padre, consumido por el alcohol, descargaba su ira sobre él, sus hermanos y su madre. Las comidas eran momentos de tensión, devoradas rápidamente antes de que su padre regresara y, en un arrebato de furia, volcara la mesa y los golpeara. Los gritos de dolor de su madre, ensangrentada por los golpes de un cinturón, quedaron grabados en su memoria.
A los 10 años, su padre los abandonó, dejando a su hermano mayor, de 18 años, como el sostén de la familia. Su madre también trabajó incansablemente, pero la economía se derrumbó. A los 14 años, Enrique se sumó a la lucha, combinando estudios matutinos con trabajos variados en las tardes.
Sin embargo, con el tiempo, la perseverancia dio frutos y la economía familiar se recuperó. A los 20 años, Enrique emprendió un nuevo camino al ingresar a la universidad para estudiar criminología, buscando comprender y combatir la violencia que había marcado su infancia.
En ese mismo barrio, conoció a María, la mujer que se convertiría en su esposa y compañera. Enrique, decidido a romper el ciclo de violencia, se convirtió en un padre cariñoso y atento, brindando a su familia el amor y la estabilidad que él nunca había conocido. Su historia se convirtió en un testimonio de resiliencia y transformación.
Mientras Silva mantenía una conversación con Carlos en un bar, notó ciertos comportamientos inusuales en Enrique. Entre ellos, su fascinación por casos macabros de otros países y los crímenes más perturbadores en Chile. Además, Enrique había compartido una historia impactante: había matado a un perro callejero con un martillo. A pesar de este acto perturbador, Enrique parecía una persona común, con una historia personal marcada por dificultades en su infancia.
Se presta atención a no juzgar a las personas por su apariencia o comportamientos aislados, ya que cada individuo tiene una complejidad que va más allá de lo superficial. La conversación con Carlos y los comentarios de Enrique sobre casos macabros pueden ser indicativos de intereses específicos, pero no necesariamente revelan la totalidad de su personalidad. La situación con el perro callejero es alarmante y sugiere una necesidad de empatía y comprensión hacia los animales.
En cualquier caso, es crucial abordar estos temas con sensibilidad y consideración, evitando juicios apresurados y buscando entender las motivaciones y circunstancias detrás de cada acción.
Un día, en la oficina de Silva, llegó Roberto, el padre de un amigo de la infancia de Bruno. Con una expresión preocupada, comenzó a contar su historia. Cuando su hijo tenía solo 6 años, había estado en la casa de Enrique, jugando con Bruno. Sin embargo, algo inquietante ocurrió aquel día. El padre de Bruno llegó y se llevó a su hijo a una habitación, donde permanecieron durante 15 minutos. Después, el resto de la tarde, su hijo estuvo callado y retraído.
Meses más tarde, la familia se mudó a Argentina, tras la separación de Roberto y su esposa. Pero lo que Roberto no sabía en ese momento era que su hijo había sido víctima de un trauma que lo acompañaría durante años. A medida que pasaba el tiempo, Roberto comenzó a notar cambios en el comportamiento de su hijo y, finalmente, descubrió la terrible verdad: Enrique Santos había abusado sexualmente de su hijo.
Con la voz temblando, Roberto terminó de contar su historia, buscando justicia y apoyo en la oficina de Silva.
Con la determinación de seguir adelante con la investigación, Silva se levantó de su silla y se dirigió hacia la puerta, dispuesto a hablar con María sobre las revelaciones de Roberto. Sin embargo, antes de que pudiera salir, una mujer tocó suavemente la puerta y la abrió sin esperar respuesta. Silva frunció el ceño, molesto por la interrupción.
"Estoy ocupado", dijo secamente.
Pero la mujer no se detuvo. "Tengo información sobre Enrique Santos", dijo con una voz baja y urgente.
Silva se detuvo, su curiosidad piquada. "Espere un momento", le dijo a María, y se volvió hacia la mujer. "¿Qué sabe sobre Enrique Santos?"
La mujer, que se presentó como Beatriz, entró en la oficina y se sentó en la silla que María había ocupado momentos antes. Su rostro estaba pálido y su voz temblaba ligeramente.
"Ayude a una prostituta en apuros", comenzó Beatriz. "Anoche estuve con Enrique Santos. Me hizo gritar, me hizo gemir. Tenía un cuchillo en mi cuello y me lo pasó lentamente, disfrutando de mi miedo."
Silva escuchaba atentamente, su mente procesando la información.
"Enrique tiene un problema", continuó Beatriz. "Le gusta el sadomasoquismo, pero algunas veces se pasa de la línea. Ha estado con al menos 30 prostitutas, y solo 10 de ellas siguen vivas. Las demás... las demás no tuvieron tanta suerte."
De repente, María entró en la oficina, su rostro preocupado.
"¿De qué están hablando?" preguntó, su voz llena de inquietud.
Silva se volvió hacia ella, su expresión seria.
"María, necesito que sepas algo", comenzó. "Enrique Santos... no es el hombre que crees que es."
María se sentó en la silla que Beatriz había ocupado, su rostro pálido.
"¿Qué quieres decir?" preguntó, su voz apenas audible.
Silva respiró profundamente antes de continuar.
"Enrique Santos es un asesino en serie", dijo, su voz firme. "Ha matado a prostitutas, y ha abusado sexualmente de niños. Tu hermano Bruno... puede estar en peligro."
María se cubrió la boca con la mano, su rostro contorsionado por el horror.
"¿Qué vamos a hacer?" preguntó, su voz llena de desesperación.
Silva se levantó de su silla, su determinación renovada.
"Vamos a encontrar a Bruno", dijo. "Y vamos a hacer que Enrique Santos pague por sus crímenes."
Silva se despidió de Carlos, María y Beatriz, su mirada seria y determinada. "Lleva a las mujeres a un lugar seguro", le instruyó a Carlos. "Yo me encargo de Enrique."
Carlos asintió, su rostro reflejando la gravedad de la situación. "Ten cuidado, Silva."
Silva se subió a su auto, un viejo sedán que había visto mejores días, y arrancó el motor. Mientras se alejaba, miró por el espejo retrovisor y vio a Carlos, María y Beatriz desaparecer en la noche.
Su mirada se detuvo un momento en la figura de Beatriz, su cabello oscuro y su cuerpo voluptuoso. Por un instante, su mente se distrajo de la misión que lo esperaba, pero pronto se centró de nuevo en el objetivo.
Encendió un cigarrillo y se sumergió en la noche melancólica de la ciudad. La lluvia comenzaba a caer, gotas suaves que se estrellaban contra el parabrisas. La ciudad parecía un reflejo de la sociedad que la habitaba: oscura, corrupta y sin esperanza.
La juventud parecía perdida, sin rumbo ni dirección. La justicia era un concepto abstracto, una palabra hueca que se utilizaba para cubrir la impunidad. La humanidad parecía haber perdido su camino, y la ciudad era un testimonio de esa decadencia.
Silva llegó frente a la casa de Enrique Santos, una mansión imponente que parecía desafiar la noche. La lluvia caía sobre el techo, creando un ritmo sombrío que acompañaba los gritos de una mujer que provenían del interior.
Silva se tensó, su corazón latiendo con fuerza. Apagó el cigarrillo y se bajó del auto, su mirada fija en la casa. La pistola en su cintura parecía pesar más que nunca, un recordatorio de la misión que lo esperaba.
Se acercó a la casa, sus pasos silenciosos en la noche. La lluvia amortiguaba los sonidos, pero los gritos de la mujer se escuchaban con claridad. Silva se detuvo frente a la puerta, su mano en la pistola.
"Enrique", dijo en voz baja, su tono firme y amenazante. "Sé que estás ahí. Sal y enfrenta las consecuencias de tus actos."
La respuesta fue un silencio sepulcral, roto solo por los gritos de la mujer. Silva sabía que había llegado el momento de actuar.
Silva se acercó a la ventana con cortinas amarillas, su corazón latiendo con fuerza. Intentó mirar dentro, y lo que vio lo hizo estremecer. Enrique estaba golpeando brutalmente a una mujer con un pedazo de hierro, su rostro distorsionado por la rabia. La mujer, que parecía ser su esposa, yacía en el suelo, su cuerpo cubierto de sangre.
Sin pensarlo dos veces, Silva dio una patada a la puerta y entró en la casa. La sala estaba cubierta de sangre, y el aire estaba lleno de un olor metálico y pesado. Enrique se levantó, una escopeta en sus manos, y apuntó directamente a la cabeza de Silva.
"¡NO TE MUEVAS!" gritó Enrique, su voz llena de locura.
Silva se congeló, su pistola en la mano, pero no apuntando a Enrique. No quería arriesgar la vida de la mujer. Enrique, sin embargo, no tuvo tantos escrúpulos. Le disparó a la mujer, que yacía arramada en una silla, y su cuerpo se sacudió con el impacto.
Silva sintió un sudor frío recorrer su espalda. Estaba atrapado, y no sabía si podría salir de esta situación con vida. Enrique se rió, una risa histérica y desquiciada.
"¿Sabes quién soy?" preguntó Enrique, su voz llena de orgullo. "Soy el dueño de esta ciudad. Soy el que hace que la gente tema. Y tú, Silva, eres solo un insecto que se atrevió a meterse en mi camino."
"¿Por qué?" preguntó Silva, su voz firme a pesar del miedo que sentía. "¿Por qué haces esto? ¿Qué te ha llevado a convertirte en un monstruo?"
Enrique se encogió de hombros. "La vida es cruel, Silva. Y yo soy solo un producto de esa crueldad. Mi padre me enseñó a ser fuerte, a no sentir compasión. Y yo he seguido ese camino."
"¿Y tu familia?" preguntó Silva. "¿Tu esposa, tus hijos? ¿No sientes nada por ellos?"
Enrique se rió de nuevo. "Mi familia es solo una herramienta para mí. Un medio para llegar a mis fines. Y si no me sirven, entonces no tienen valor."
Silva sintió una rabia creciente en su interior. Quería acabar con Enrique, hacer que pagara por sus crímenes. Pero sabía que no podía actuar impulsivamente. Tenía que pensar en una estrategia, encontrar una forma de salir de esta situación con vida.
"¿Qué vas a hacer conmigo?" preguntó Silva, su voz firme.
Enrique sonrió. "Voy a matarte, Silva. Voy a hacer que te desvanezcas en la nada. Y nadie se acordará de ti."
La noche parecía haberse vuelto aún más oscura y siniestra. Enrique, con una sonrisa macabra en su rostro, se subió a su auto de policía, los cuerpos de Silva y su esposa yacían en el asiento trasero, inertes y ensangrentados.
El motor rugió mientras Enrique se alejaba de la escena del crimen, dejando atrás una estela de muerte y destrucción. Su mente estaba llena de pensamientos retorcidos y oscuros, su corazón parecía haberse convertido en piedra.
Llegó al lugar donde Carlos, María y Beatriz esperaban, su hija y su última víctima, atrapadas en una pesadilla de la que no podían despertar.
Enrique se bajó del auto, su sonrisa aún presente en su rostro.
"Silva ya no es un problema", dijo, su voz llena de satisfacción.
María y Beatriz intercambiaron una mirada de terror, sabían que estaban atrapadas en una situación de la que no podían escapar.
"¿Y ahora qué?" preguntó Carlos, su voz temblorosa.
Enrique se acercó a él, su mirada fría y calculadora.
"Ahora", dijo, "vamos a terminar lo que empezamos".
La noche parecía haberse vuelto aún más oscura y siniestra, la muerte y el terror parecían haberse apoderado de todo.
La noche se cerró sobre la ciudad, como una cortina de oscuridad que ocultaba la verdad. Enrique, el hombre que había sembrado el terror y la muerte, se rió mientras recibía una lluvia de balas que pusieron fin a su vida.
Su cuerpo cayó al suelo, inerte y ensangrentado, mientras los que le habían quitado la vida se alejaban, dejando atrás una estela de violencia y desesperanza.
En una casa de campo, rodeada de silencio y oscuridad, Enrique había enterrado los cuerpos de sus víctimas, incluido el de Bruno, su propio hijo, cuyo cuerpo yacía en estado de descomposición.
En la sala de la casa, Enrique se sentó solo, con un vaso de vino dulce en la mano. Miró el líquido rojizo y dijo, sin arrepentimiento, "Soy un excelente padre".
La ironía de sus palabras se perdía en la noche, mientras la ciudad seguía sumida en la violencia y la impunidad. La justicia había muerto, y con ella, la esperanza de un futuro mejor.
En las calles, la gente sufría, ignorante de la verdad, mientras los poderosos se beneficiaban de la miseria ajena. "Lo estamos pasando muy bien", decían, "esto es la raja, siempre tenemos chicas a vuestra disposición".
La sociedad estaba dividida, los extremos políticos se enfrentaban, y la indolencia y la apatía se habían apoderado de la gente. La ciudad era un reflejo de un país roto, donde la violencia y la corrupción reinaban supremas.
Y en medio de todo esto, una pregunta resonaba en el silencio: ¿Qué futuro les espera a los que sobreviven en este infierno? La respuesta, como la noche, permanecía oscura y silenciosa.
Fin.
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