Se transcurre la niñez en los barrios,
de paredes sin revoque,
de maderas calentando la cocina,
de zapatillas de lona,
rodillas embarradas,
estadios de tierra árida.
Desde el desconocimiento,
pero con la impronta de los titanes,
los pequeños se defienden
de la escasez invisible,
de las alegrías en migajas,
la falta de lo primordial.
No necesitan saber tanto,
es mejor dejar a los grandes
lidiar con sus errores.
La pelota es el instrumento
de los días humildes,
la artimaña inocente
para diluir el tiempo,
para transcurrirlo entre algodones.
La sonrisa que parte al medio las carencias,
no saber que te faltan cosas
es un alivio y un recreo.
Gambetear a los amigos
no solo es regocijo en los pies,
es esquivar las penumbras que se omiten,
llenar el estómago de un golazo,
festejar con los compañeros,
abrazar a los rivales cuando cae la tarde.
Mañana tal vez compartirán equipo,
el partido termina con las últimas luces,
sin embargo, la pobreza espera, confiada.
De niño se repele con audacia
los grandes males,
impugna con astucia
los motivos que al adulto
lo condenan al insomnio.
Poseen el don de la sinceridad,
la riqueza no contabilizada,
la conjetura sosegada de las necesidades,
dan sentido a la belleza de la vida
usando como truco de magia la ignorancia.
Quizá ellos saben lo que nosotros no,
tal vez sean los nobles maestros,
que llevan en sus manos
un puñado de felicidad.
No sé si ya pasó lo peor,
nada tiene sentido.
Habría que reinventar las reglas,
quejarme no ayuda en nada,
me esquivan las responsabilidades.
Desde la adultez solo observo
a estos pequeños titanes
surcando la vida, persistentes,
y me quedo con la pequeña satisfacción
de haber sido uno de ellos.
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