Nada. Solo una de esas bandejas de aluminio donde te venden las viandas de comida.
Vendían. Acá hace algún tiempo que ya no venden nada.
Tiene un hueco. La levanto, me la pongo como catalejo y miro por la ventana que sobrevive a la devastación.
Es extraño esto de las ventanas en las ruinas. Hacen que lo que está al otro lado parezca lejos. Externo. Como si desde donde uno está parado, todo siguiera igual que antes. Como si las ruinas fueran parte de la vida de otros. Nunca de la propia.
Es tan fácil engañar a la mente…
A veces lo hago solo para eso. Miro por estas ventanas para imaginarme fuera de este lugar. Con un plato de comida caliente, una cama donde dormir, un baño…
Unos cuantos metros adelante está mi pelotón. Se entretienen, en el mejor de los casos, con lo que tengan a mano. En el peor, con lo que hay dentro de sus mentes. Fue para evitar esto último que, cuando el sargento sugirió que un grupo saliera a ver si encontraba algo, fui el primero en ofrecerme.
Quedarse es lo peor.
Esperar es lo peor.
Es una carrera entre la bomba que llevamos dentro y la que en cualquier momento puede venir de afuera.
Pero no encontramos nada. Nunca encontramos nada. Igual, López y Gutiérrez no pierden las esperanzas.
Yo intento adivinar quienes vivían acá antes. Les invento historias. Me pregunto si salieron a tiempo o si decidieron quedarse y las bombas le cayeron encima.
Hay fragmentos de pared que quedaron como alas al cielo.
Es de atrás de una de esas alas que la veo salir. Me saco la bandeja del frente de la cara. La mochila que lleva tiene casi el mismo tamaño que ella. No sé cómo hizo para llegar hasta la zona de combate con todo ese peso sobre un cuerpo tan flaquito.
Más que flaquito. Huesudo.
Se apoya en los restos de la pared y asoma su cabecita.
No parece tener miedo. El peligro, a esa edad, también es algo que le pasa a otros.
Le toco el brazo a López y la señalo. Antes de que me pudiera decir nada, o yo a él, escuchamos el silbido.
Sacamos la cabeza por la ventana y miramos arriba.
La bomba va a caer justo a donde había estado la nena.
Ahora corre hacia mi pelotón, pero no es tan rápida. Con el rebote de la bomba yo me agacho apenas un poco, pero no salgo de la ventana. Ella vuela un buen trecho. Apoya sus manos, levanta su torso y mira alrededor. Se tambalea. No sé si por estar desorientada o porque la mochila quiere apresarla al suelo.
Más silbidos empiezan a llegar.
Si no sale de ahí, va a morir. Pero en vez de levantarse, se tapa los oídos y se pone a llorar.
Las bombas caen una tras otra. López me tira del brazo y me obliga a sentarme contra la pared. Estamos duros. Intentando que no nos desestabilice a nosotros. El suelo tiembla. Y sé que debería quedarme quieto donde estoy, pero no puedo. Me vuelvo a asomar a la ventana.
A ver el afuera.
Un poco nada más. Como para saber si se corrió.
Sigue ahí. Se encoge un poco más con cada explosión.
Ignoro los gritos y tirones de mis compañeros.
Yo quiero hacerles caso. Quiero sentarme y esperar que todo pase. Pero la cara de la nena y su boca moviéndose “Mamá, mamá” me llevan al otro lado del muro. Ya no soy un espectador. No es la televisión.
Corro.
Cae una bomba a mi derecha. La onda expansiva casi me hace perder el equilibrio. Un escombro está a punto de darme de lleno, pero de milagro me freno a tiempo y me pasa por delante.
El ruido es tan fuerte, estoy tan aturdido, que cuando llego a ella no escucho el llanto.
La levanto con mochila y todo.
Clava sus manos en mis hombros. Su fuerza no coincide con su fragilidad.
Miro a donde está mi pelotón. Después hacia donde López y Gutiérrez.
Están en la ventana. Me gritan alguna cosa, pero estoy medio mareado. A poco de vomitar.
Señalan arriba y la veo. Una bomba viene directo a nosotros. Corro tan rápido como puedo hasta la pared que hay unos cuantos metros a mi izquierda.
Llego justo a refugiarnos con el temblor. En cuanto pasa, intento levantarme para buscar un lugar mejor, pero cae otra bomba y el agarre de la nena me aprieta todavía más. Me siento ahí y le cubro la cabeza, como si eso pudiera salvarnos la vida si una nos da. Así nos quedamos durante los 10 minutos del ataque.
Cuando llega, el silencio retumba más que todas las bombas.
Me tiene con tanta fuerza y tiembla de tal forma que no me muevo hasta que no siento otra mano en mi hombro.
López y Gutiérrez.
Me miran y miran a la nena.
Ella saca su cara sucia, marcada por los surcos limpios de las lágrimas.
—¿Terminó? —pregunta clavándome la mirada.
—Sí.
Se apoya en mi rodilla y se pone de pie. Las piernas todavía le tiemblan y tal vez sea eso o el peso de la mochila, pero se ladea a un costado. Una cosa dorada, alargada, cae a los pies de Gutiérrez. La levanta.
—Es pan —dice como si fuera algo sacado de un cuento de hadas y ahora se siente como si nosotros fuéramos los que estamos dentro de la ventana. Dentro del espectáculo.
—¿Quién sos? ¿Para quién es eso? ¿Quién te mandó?
—Mi mamá. Es para ustedes —toma una bocanada de aire que le da un poco de estabilidad a su cuerpo—. Soy la nena de la buena suerte.
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