Atravieso el cielo celeste con la velocidad de una estrella fugaz. Siento que los minutos pasan, corren, y yo no puedo mover mis coloridas alas más rápido para alcanzarlo. Se me hace tarde, tarde para verla.
Sigo volando hasta perderme entre los rosados pétalos del cerezo. Me acerco a una flor y bebo de ella, "pico" dicen algunos, aunque yo no sea un mosquito. Nunca me gustó el nombre picaflor; yo soy un colibrí. Sin embargo, ella me llama diferente, de una manera especial que hace que mi pequeño corazón lata con más fuerza.
Eso me hace mirar al cielo, al sol. Voy tarde. Lo recuerdo y muevo mis alas en dirección a la gran caja gris que está en medio del patio. Me quedo levitando frente a uno de los portarles; ventana creo que le dicen los humanos, esperando poder verla del otro lado. Pero ella no está.
Me desilusiono. Hoy no escucharé mi nombre.
De pronto, a lo lejos, oigo gotas de agua cayendo. ¿Cómo es posible si el cielo está despejado? Persigo el sonido con esperanzas renovadas. Del otro lado de la caja, está ella, la mujer del portal. Ha cubierto su cabello con aquel llamativo sombrero rojo que a mí tanto me gusta y sujeta con ambas manos una regadera que destella bajo los rayos del sol. Está regando mis flores favoritas, los Pensamientos.
Vuelo frente a ella y espero allí hasta que se de cuenta de mi presencia. En cuanto sus ojos cafés enmarcados encontraron mis colores, una risa inocente se escapa de sus labios a la vez que levanta su mano para saludarme.
—Hola, papá —dice, al igual que todas las tardes, con notable emoción en la voz.
No sé lo que significa; sin embargo, doy una vuelta en el aire para que ella me vea un instante más y luego me marcho anhelando poder regresar al siguiente día para poder verla sonreír una vez más.

Martina Bertolo
- Existió alguna vez una joven con muchos miedos. - ¿Y qué hizo? - Los transformó en palabras y los encerró entre hojas. ¡Bienvenidos!
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