La muerte no tiene grandeza. No es como en las películas, con música triste de fondo ni palabras que quedan marcadas para siempre. No hay un momento donde todo se detenga y el mundo entienda la magnitud de la pérdida. Nada de eso. La persona simplemente deja de estar. Y lo más jodido es que todo lo demás sigue igual.
Al principio, la ausencia es insoportable, un pozo en el pecho que no se llena con nada. Parece que el dolor va a romper todo, que la vida no puede seguir igual. Pero sigue. Y lo peor es que ni siquiera te da tiempo a asimilarlo. A los dos días hay que ir a laburar, pagar las cuentas, hacer las compras. Hay que contestar mensajes, discutir boludeces, seguir con las mismas obligaciones de siempre como si no hubiera pasado nada. Como si el mundo no se diera cuenta de que falta alguien.
Y así la muerte se va volviendo algo silencioso, una sombra que se lleva a cuestas pero de la que nadie habla. Al principio se siente como un grito ahogado, como una tormenta encerrada en el pecho. Después, con el tiempo, es más como una astilla, una de esas que se clavan y no podés sacar, pero que de tanto doler terminás acostumbrándote. No porque duela menos, sino porque la vida no deja opción.
Y eso es lo más cruel de la muerte: no la muerte en sí, sino la forma en que la vida sigue como si nada.
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