Nos lobotomizaron la individualidad. No con bisturí, pero casi: a fuerza de pantallas, tendencias y ese murmullo pegajoso de “tenés que ser como los demás para pertenecer”. La lobotomía era eso: te sacaban un pedacito de cerebro para que estés “mejor”, para que dejes de ser vos, para que no incomodes, para que obedezcas. Y de alguna forma eso nos está pasando, pero con brillo, filtros y consumo disfrazado de identidad.
Hay una anestesia, Esa anestesia se llama tendencia, se llama algoritmo, se llama miedo a quedar afuera. Y cuando te querés acordar, ya no sabés si lo que hacés es tuyo o simplemente una réplica de lo que viste.
En nombre de la “pertenencia”, nos estandarizamos. La búsqueda desesperada de encajar nos convirtió en versiones casi idénticas unas de otras: mismas palabras, mismos gestos, mismas referencias, misma estética en serie. Y lo más triste es que cuando intentamos mirarnos en otros para reconocernos, encontramos solo reflejos repetidos, ecos sin origen, personas recortadas por la misma plantilla.
Estamos atravesando un apagón del yo. Una especie de renuncia silenciosa a aquello que nos hacía irrepetibles. Y lo hacemos nosotras mismas, como si ser distintas fuera un problema, como si mostrar rarezas fuera un riesgo intolerable. Pero sin rarezas no hay singularidad, y sin singularidad no hay humanidad: solo una masa uniforme, sin voz propia, sin postura, sin esa chispa incómoda que alguna vez impulsó cambios.
Y acá es donde aparece lo más perverso: esta homogeneización no es un accidente, ni una casualidad cultural. Es funcional. Es útil. Es rentable. Es exactamente el tipo de sociedad que el sistema capitalista necesita para mantenerse intacto. Cuerpos que trabajen sin cuestionar, mentes que consuman sin pensar, identidades diluidas que puedan ser moldeadas según la necesidad del mercado.
Un mundo donde todos lucen igual, desean igual y piensan lo mismo es un paraíso para cualquier lógica que quiera vender sin interrupciones. Un ejército de consumidores vacíos, dóciles, obsesionados con pertenecer, incapaces de imaginar algo por fuera de lo que el sistema ya les ofreció.
Porque si nadie se atreve a diferenciarse, si nadie sostiene una creencia propia, si nadie defiende un modo personal de habitar el mundo… ¿quién va a desafiar al orden establecido? ¿Quién va a cuestionar la estructura? ¿Quién va a encender un conflicto, una pregunta, una revolución?
El capitalismo no necesita individuos: necesita piezas. Y cuanto más iguales nos volvemos, más fácil es que encajemos donde haga falta. Hasta el día en que nos demos cuenta de que esa supuesta comodidad no era protección, sino jaula. Y que afuera de la jaula empieza, recién ahí, la posibilidad de volver a ser alguien.
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