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    La muerte de mi mejor amigo

    Aug 25, 2024

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    La muerte de mi mejor amigo
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    Nunca esperas que un amigo muera, más aún si es tu mejor amigo. Eso me ocurrió a mí. Cuando sucede un hecho tan horrible como este, la vida comienza a verse distinta, porque sin duda ha muerto también una parte de tu propia historia.

    Al verlo pálido, con los ojos cerrados, su cuello hinchado y los brazos cruzados sobre su cuerpo como en una señal ceremoniosa; con certeza pude interpretar que su alma o lo que fuese que le daba ese tan particular carisma, había abandonado ahora ese tan maltrecho pedazo de carne. Todos en algún momento comentaron, que agradecían el hecho de que no hubiese sido una muerte violenta. Yo por mi parte, consideraba que era un desperdicio.

    Querido amigo: Tenías una sola muerte, ¡Una sola! y lo hiciste mal, muy mal. Siempre pensé que morirías manejando ebrio, en alguna riña callejera; o más románticamente, en un accidente automovilístico, precipitándote fuertemente contra alguna barrera de contención, o quizás salvando a alguien atrapado en algún incendio. No, eso último no. No irías a salvar a nadie.

    Conocía a mi amigo a la perfección y sabía que incluso la instancia de su muerte debía ser también una fiesta. Estoy seguro de que le hubiese gustado haber muerto en su ley: Viviendo intensamente. No tiene nada de divertido o heroico morir por una picadura de araña.

    Me acerqué al féretro que estaba al centro de la solitaria sala, en una pequeña capilla en el centro de la ciudad. Avancé hacia su cuerpo con un lento y penoso caminar. Con una mano en el bolsillo y con la otra mano secándome una lágrima. Pensaba, mientras veía su cuerpo, que no habría otro momento más que éste para darle verdadera dignidad y honra a su muerte. Fue entonces que aprovechando que no había nadie en ese momento, abrí completamente su féretro y tomé su cuerpo por las axilas. Boté el ataúd, las flores, y hasta las coronas, pero logré sacarlo de allí. Caímos juntos al suelo, pero ya en el piso pude arrastrarlo con dirección hacia a la puerta de entrada. Mi amigo merecía morir con la dignidad que sólo la noche y la bohemia podían darle.

    Pasó un taxi por las afueras de la capilla. Lo hice parar y subimos. Bueno, el cuerpo y yo subimos, me subí junto al cuerpo, o como se quiera decir. Lo traía abrazado, sujetado desde un brazo y su cintura. Lo metí al auto prácticamente a empujones. El chofer nos miraba extrañado por el espejo retrovisor. Saqué mis lentes de sol y se los puse al cuerpo.

    — Ahí tienes tus lentes amigo —

    Dije fuerte y claro. La idea era que no se notara esa mirada ida, ni tampoco esos párpados a medio cerrar.

    — ¿Hacia dónde los llevo? Preguntó el chofer. Miré extrañado a mi amigo. Qué buena

    pregunta nos había hecho.

    Había muchos lugares en los cuales tuvimos el placer de disfrutar, pero mi amigo tenía una debilidad: Las vaginas.

    — Lléveme, perdón, llévenos al mejor toples de este pueblo. Dije con el puño en alto.

    — ¿Acá en Bueras? ¿Y cuál sería ese? Preguntó con seriedad el chofer.

    — ¡No se haga el estúpido, usted sabe!

    — ¡Cómo me acaba de llamar! Pronunció furioso el chofer.

    — Perdone usted a mi amigo. Dije intentando zafarme — Tiende a perder el control a veces.

    — Juraría que fue usted quien me insultó...

    — ¡Por ningún motivo! Confirmé. — Mi amigo no sabe lo que dice. Él está muerto... de ebriedad.

    De muy mala gana, el chofer nos llevó a una boite en el límite del pueblo. Luego de pagarle la carrera, bajé primero, para luego sacar a mi amigo del auto. Mientras acomodaba su brazo sobre mis hombros, el chofer aceleró. Ambos caímos de boca al piso. Nos tomé una foto para la posteridad, desparramados sobre el pavimento, ad portas de nuestra última gran noche.

    Habrá que hacer esto rápido, pensé. Imagino que nos deben estar buscando — ¿No lo crees? Dije mientras miraba el rostro sin expresión de mi amigo.

    Que triste. Mi mejor amigo ya había perdido su alma y no estaría nunca más disfrutando de la vida. Intenté que la melancolía no me embargara. Debía darle a mi amigo, una despedida acorde. Lo extrañaba, realmente comenzaba a sentir su ausencia. No quería perderlo, no quería incluso que fuera enterrado. Hubiese preferido embalsamarlo.

    Mientras entrábamos, un guardia nos detuvo.

    — ¿Qué sucede con él? Preguntó desafiante.

    — Está… un poco bebido, venimos de un matrimonio. Además, es ciego, por eso los lentes.

    — Adelante, pero a la primera que den problemas, se van.

    Ya instalados en una mesa, se nos acercó una chica. Guapa, blanca, voluptuosa, con ropa ceñida y pequeña, que no dejaba nada a la imaginación. Se traslucía todo a través de ellas.

    — ¡Hola! Gracias por acercarte. Mira, no tengo mucho tiempo así que seré breve. Necesito que me traigas dos cervezas de litro, una botella de pisco, una bebida blanca, una hielera, dos vasos, un cenicero, una cajetilla de cigarros de diez (ojalá rojos), un encendedor, dos gramos de cocaína… ¿Qué? No me mires así. Sé perfectamente cómo funciona esto. Ve y le pides al guardia, el vende. También vende marihuana, así que pídele un gramo. Luego de que mi amigo y yo consumamos todo eso que te pedí, tendremos sexo tú y yo. ¿Mi amigo? No, él no necesita atención. Él es voyerista, disfrutará viéndonos.

    Sólo pasaron unos minutos para que llegara todo a la mesa. Absolutamente todo.

    — Por tu recuerdo. Levanté el vaso y me lo empiné — ¡Salud!

    Le di a mi amigo todo lo que había en la mesa. Abrí su boca y le vertí el litro completo de cerveza que le correspondía. Aspiramos la cocaína. A decir verdad, me la jalé sólo. Luego, nos bebimos la botella de pisco. En un momento mi amigo se me desplomó sobre la mesa, azotándose fuertemente la cabeza. Comenzó a resbalarse por la superficie, terminando en el piso. Lo levanté como pude, lo senté nuevamente y puse un cigarro en su boca. Lo encendí junto al mío.

    — Amiga, es hora. Le levanté el pulgar a la chica que nos había atendido.

    — Pasa a la habitación de al fondo. Me indicó perpleja la señorita. Imagino que por lo mucho que bebimos.

    Cargué nuevamente a mi amigo hasta la pequeña y oscura salita. Lo senté y me fui hacia el otro extremo del diminuto lugar iluminado por una única ampolleta de luz roja.

    — Esto es por ti, mi amigo.

    La chica puso un condón en mi verga sólo con su boca. Le expliqué que sólo requería un par de servicios básicos y que me iría (también del lugar).

    — ¿Qué hará tu amigo? Preguntó la muchacha.

    — Mirarnos. Le gusta eso.

    Mientras estaba sentado y veía la forma en cómo la nuca de mi acompañante subía y bajaba, miraba a mi amigo, desparramado en el sillón de enfrente, aún con lentes.

    No es menor todo lo que hemos pasado. Han sido años de una gran amistad y de tantos recuerdos, que sin duda esta noche, cobran más sentido que nunca. Comencé a extrañarlo nuevamente, a sentir su ausencia. Sabía que cuando dejase su cuerpo (donde fuera que tuviese que ir a dejarlo) mi vida luego de eso, tampoco sería la misma.

    Salimos del lugar. Me despedí agradecido y mi amigo igual lo hizo. Al ir despidiéndonos, las chicas lo besaban y apretaban su entrepierna, intentando “provocarlo” para que me convenciera de no irnos.

    Me quedaba marihuana para un último pito. Era lo último que nos faltaba y así mi amigo podría irse al infierno en paz.

    Paré un taxi.

    — Por favor llévenos al mirador. Le indiqué al chofer tras subirnos con dificultad.

    — ¿Necesita ayuda? Preguntó.

    — Tranquilo. Él sólo está un poco… muerto de cansancio.

    Al llegar al mirador, nos sentamos en una solitaria banca a esperar el amanecer. Una hermosa noche nos seguía acompañando. Desde ese lugar, podíamos ver toda la ciudad, la misma que en algún momento había sido completamente nuestra. Sentado a su lado lo abracé.

    Sentí una pena que carcomía toda mi existencia. Ya debían estar cerca de nosotros, aunque en verdad ya no me importaba. Nadie me devolvería a mi amigo, mi único y mejor amigo.

    Molí la marihuana que quedaba con mis propias manos, enrolé y nos fumamos el pito. Las estrellas nos hablaban y nos decían que ya era el momento de volver, pero ¿A qué deberíamos volver? ¿A su entierro?

    Me puse de pie, lo miré a los ojos y lo abracé por última vez. Lo tomé entre mis brazos y lo apoyé en la baranda. Era lo único que nos separaba del pronunciado barranco y sin pensarlo dos veces, lo lancé hacia abajo.

    Veía apoyado desde la baranda, cómo su cuerpo, el que a estas alturas parecía hecho de trapo, chocaba con ramas y rocas, despedazándose y desmembrándose. Rompiéndose por completo hasta partirse el cráneo y las extremidades.

    Miré el hermoso sol naciente por última vez. Saqué mi teléfono y puse aquella foto de nosotros, esa en la que aparecemos en el piso antes de entrar a la boite. La dejé como fondo de pantalla. Apoyé el teléfono sobre la misma banca y me lancé de cabeza tras él

    ***

    Un cuento de "1692"

    Manu Letelier Faundez

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