Este cuento pertenece a mi primera antología de relatos de terror "El horror se esconde en Ciudad de México"
Ilustración de Pablo Duarte.
Primero aparecieron cadáveres de perros y gatos por la zona. Completamente destrozados y desgarrados. Tripas y vísceras desparramadas por el suelo. La tierra se mezclaba entre la sangre y la carne. Nadie podía explicar qué estaba pasando. Al menos hasta aquella oscura y terrible noche.
Me encontraba cerrando el negocio. Luis, un amigo mío del Mercado de la Merced, me estaba ayudando a guardar los huacales vacíos de todo lo que se había vendido en el día. Ahí fue cuando la vimos. Una sombra se movió, rápida y veloz, frente a nosotros acompañada por el ruido de uñas raspando contra el cemento.
Sabía que era ella. La criatura que estaba matando a los pobres animales de los alrededores. Le grité a Luis que la siguiera. Teníamos que atrapar a la alimaña. Pude ver el miedo en el rostro de mi amigo, pero no tenía opción. Quizás el terror le advirtió que no debía quedarse solo. Entonces, comenzamos a correr tras la fiera.
A medida que avanzábamos, el resto de los comerciantes, extrañados, miraban la persecución. El animal se movía rápido, golpeando las mesas y sillas que se cruzaban en su camino. De dos perseguidores pasamos a cinco, de cinco a ocho, hasta formar una pequeña multitud. “¡Es el bicho! ¡Vamos, hay que atraparlo!”, era el lema que se iba propagando. Poco a poco, nos fuimos alejando de las luces de la ciudad, adentrándonos en las sombras.
Llegamos hasta una pequeña casona, derruida por el paso del tiempo. La puerta estaba cerrada, tan sólo había una gran abertura en un costado. Algunos de los comerciantes habían llevado linternas consigo, lo cual permitió ver en aquella completa oscuridad, para así forzar la puerta.
Una vez dentro, el miedo y el pánico se hicieron oír.
Cientos de pequeñas ratas conformaban un tétrico cementerio alrededor de ella. Habían sido su fuente de alimento, además de los perros y gatos. La enorme criatura nos miraba, amenazante y feroz. Una rata gigante, similar al tamaño de un perro adulto. Su pelaje era negro y con algunas partes lampiñas, surcadas por costras de mugre y fluidos nauseabundos. Sus ojos, rojos como la ira y la violencia, febriles y peligrosos. Nadie quería dar un paso en falso. Aquel horrible ser podía arrancarnos cualquier extremidad de tan solo un mordisco. Chirrió, pero no de manera natural. Casi parecía rugir.
—¿Qué hacemos? —dijo uno de los comerciantes. Nadie se decidía a actuar. El terror era del más puro en sangre. Entonces, surgió una idea de parte de Luis; quizás por ingenio o tal vez por cobardía.
—¿No ven que nos está haciendo un favor? ¡Está eliminando la plaga de ratas de la Merced! —expresó.
Todos asintieron, maravillados ante tal deducción. Algo en mi interior decía que teníamos que acabar con el problema en ese mismo momento, antes de que fuera tarde. Pero, decidí callar... Sin saber, que aquel sería el peor error de mi vida, y el origen de todos los males que siguieron.
Fui la última en salir. Miré al terrible roedor a los ojos. Un gran escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Había algo en esa mirada, algo casi humano, lleno de maldad. A medida que comenzaba a cerrar la puerta, sumiendo a la bestia en la oscuridad, supe que aquello no había terminado.
Éramos dos en la casa. Santiago, mi único hijo de siete años, y yo. Mi esposo se había marchado un mes antes de que el niño naciera. El rostro del pequeño era un calco suyo. Esa noche, cuando regresé, no pareció notar mi inquietud. Me abrazó y luego preguntó cómo me había ido en el trabajo. Con la sonrisa, y tranquilidad, más falsa que pude fingir, le dije que bien.
Preparé la cena. Nos sentamos en la mesa y comimos en silencio. Las horribles imágenes de horas atrás invadieron mi mente. La rata. Colosal y depredadora. Se alimentaba de animales, pequeños y grandes. ¿Qué va a pasar cuando comience a estar más hambrienta?, pensé. Rápidamente, alejé aquella horrible pregunta de mi cabeza.
—Mamá, ¿sabes algo de los perros y gatos que han encontrado muertos? —preguntó de pronto Santiago.
Dejé caer los cubiertos y le pregunté al niño dónde había escuchado ese rumor. Él contestó que era lo único sobre lo que se hablaba en la escuela.
—Son leyendas. Historias para asustar a los pequeños como tú —dije, mientras le revolvía el pelo.
Santiago sonrió, olvidándose de aquella incertidumbre.
Esa misma noche, mientras miraba el techo de la habitación sin poder dormir, la verdad vino a mí, como un tren sin frenos, listo para arrollarme. Me dije: Pero, a veces, esas leyendas forman parte de la realidad. Y no hay manera de controlar tal horror.
Los días continuaron igual que los anteriores. Tranquilidad y cuerpos de animales muertos; pero sin ratas a la vista. Nadie hablaba de la gran bestia. El silencio permitía el desentendimiento. Algunas noches ella aparecía corriendo por los pasillos del mercado, volcando cajas y mercadería. Los comerciantes, sin decir nada, levantaban todo y lo volvían a colocar en su lugar. Yo siempre estaba observando. Calculando cada movimiento del animal. Bien sabía que de un momento a otro podía atacar. Y, finalmente, el tiempo me dio la razón.
El Viejo Chucho, un vendedor de frutas y verduras, se encontraba guardando los cajones de alimentos cuando sintió el rápido rasgueo de las uñas aproximándose. No tuvo tiempo de reaccionar. La gran rata mordió salvajemente una de sus piernas.
El anciano lanzó un desgarrador grito de dolor. Todos los que estábamos allí presentes fuimos a socorrerlo. La herida era profunda y grave. Sus músculos habían sido desgarrados con total violencia, colgando y sangrando a borbotones. Nadie sabía qué hacer. Decidí tomar la iniciativa y ordené que lo llevaran rápidamente a un hospital.
—¿Qué hacemos con la rata? —preguntó una comerciante.
Me tomé unos segundos para pensar.
—Tenemos que matarla —sentencié.
Podía oler el miedo en los demás. Nadie parecía estar de acuerdo conmigo, pero no me importó, por lo que comencé a correr tras la bestia.
Cuando llegué a la casona encontré ratas muertas. No había señal del animal gigante. Sin embargo, sentí su corretear en el exterior. Salí y vi cómo su cola se perdía en la distancia. Había crecido, aquella bestia había aumentado su tamaño desde su horrible hallazgo.
Continué la persecución hasta terminar en un gran agujero, el cual conectaba con la red de Metro de la ciudad. Sabía que la criatura me estaba observando desde las sombras, aguardando por mi decisión. Confrontar o huir. Estaba sola, no podía hacer nada. Ni siquiera podría ver en ese sucio y oscuro túnel. Y el mayor pensamiento que carcomía mi cabeza llevaba el rostro de Santiago. Si no regresaba a casa, él quedaría a merced del abandono. Di media vuelta, con la cabeza llena de mil y un emociones. La impotencia fue la más fuerte de ellas.
Chucho fue internado en un hospital. Se explicó que había sido atacado por un perro callejero. Nadie quería levantar sospechas. Nuevamente, decidí no interceder. Sabía que era la única con la valentía de actuar, pero no era suficiente.
Chucho murió al poco tiempo, producto de una infección en su herida. Algo se perdió aquel día en la comunidad. El quiebre de ese ensordecedor pacto de silencio fue inevitable. Una llamada anónima pidió al Gobierno que hicieran un operativo de limpieza en la vieja casona. Había un leve rayo de esperanza entre tanta oscuridad. Alguien vendría a encargarse del problema.
Los trabajadores del Gobierno de Distrito Federal llegaron cerca del mediodía. Todos nos dedicamos a mirar, expectantes, desde la lejanía hacia el camino que llevaba a la vieja casona. Una vez que los trabajadores se perdieron por el horizonte, reinó el silencio. No parábamos de cruzar miradas, interrogando entre susurros. Necesitábamos saber qué estaba pasando allí dentro; en el salón de banquetes de la rata.
A los pocos minutos regresaron, uno por uno. Completamente rígidos. Cuando se aproximaron al camión pude ver sus rostros. Estaban blancos como cuerpos recientemente despojados de sus almas. No quisieron mirar a los comerciantes, o tal vez no podían. Sus ojos parecían prisioneros de un trance letal. Ninguno emitió palabra, tan solo se subieron al enorme vehículo y se marcharon. Hubo una última mirada colectiva. La desesperación se había enmarcado en todos nosotros.
Pasado el tiempo, comenzaron a fumigar por las inmediaciones con el propósito de hacer salir a la luz a la criatura. Aunque estaba segura de que en verdad querían ahuyentarla. Provocar que huyera a alguna otra parte, desentendiéndose del problema. Pero no funcionó. Los rumores posteriores cuentan que la rata salió de su escondrijo y fue apresada, para luego ser transportada al zoológico de Aragón; sin embargo, esto es completamente falso. La rata nunca se fue del mercado de la Merced. Y peor aún, el intento de ataque no hizo más que arruinar las cosas.
Miles de cadáveres de pequeños roedores comenzaron a aparecer por la zona. Su descomposición fue extremadamente rápida. Llenando el mercado de olor a podredumbre y muerte. Moscas y gusanos por igual se dieron un festín nauseabundo. La cantidad de compradores mermó, dejando sin vida la actividad de los comercios. Y este no fue el único y principal problema. El intento de ataque a la rata provocó una furia despiadada en ella. Y todos pagamos sus consecuencias.
La criatura decidió castigarnos de la manera más cruel y desesperanzadora. “Si no andas con cuidado, la rata va a llevarte”, comenzaron a decirle los adultos a los niños. Y esa, simple, pero terrible advertencia se hizo realidad. Hijos y nietos de comerciantes comenzaron a desaparecer por las noches, sin dejar rastro. Sus familiares preguntaban por todos lados si los habían visto. Pero ninguna respuesta servía. Solo una cosa era clara: la rata los había arrastrado consigo.
Padres y abuelos por igual fueron en busca de ellos. Quienes ingresaban a la vieja casona volvían como en un trance oscuro, sin señales de emociones en sus rostros; otros, ni siquiera regresaban al mercado, quizás escapando de la dura realidad de que ya no volverían a ver a sus niños. Unos pocos se internaron en el agujero de las redes del Metro para nunca más aparecer.
El hecho más horrendo fue el rapto de la beba de una joven madre. En medio de la noche, la abuela de la niña comenzó a gritar, diciendo que el animal se la había llevado en sus horribles fauces. Cuando la madre ingresó en la habitación de su hija se encontró con una escena dantesca, sacada directamente de las pesadillas de un ser enfermo y demoníaco. Rasguños de garras sobre el piso del lugar, un rastro de líquido oscuro y mucoso que llevaba a un agujero en una de las paredes, producido por dientes gigantes y filosos. Algo blanco asomaba en su negrura. Era la sábana de la pequeña, empapada en sangre.
Mi final llegó una tormentosa noche oscura sin luna.
Llegué a casa, exhausta. Llevaba varios días sin dormir producto de los nervios, la ansiedad y la paranoia que se encarnaban en el miedo latente a ser devorada viva. Abrí la puerta y me encontré con que Santiago no me había esperado para recibirme. Tampoco respondía a mi llamado. Una sirena distorsionada y apabullante comenzó a sonar en mi cabeza. Algo estaba mal, algo estaba monstruosamente mal.
Lo busqué por toda la casa. Por todas las habitaciones. Por todos los rincones. Nada, no había ninguna señal de mi hijo. Una voz en mi cabeza me brindó una explicación, la cual, pese a que quería desterrarla de mi mente, sabía que era la única posible: Ella se lo había llevado.
Salí corriendo, con el pánico siguiéndome por detrás. Las personas que iba cruzando me miraban al pasar, sin interceder, comprendiendo a dónde me dirigía. A medida que me acercaba a la vieja casona mi mundo se venía abajo.
El lugar poseía un aura distinta al de la primera vez. Un olor pútrido y ácido infectaba el ambiente, el suelo y las paredes estaban impregnados con aquel líquido espeso y negro. Centenares de huesos sucios y roídos formaban un círculo grotesco en el centro del recinto. Algunos pequeños y otros más grandes. Supe inmediatamente que no eran de animales. La Muerte se había vuelto reina de aquella lóbrega cueva. Su respiración se escuchaba desde la negrura. Ahora, más pesada y amenazante. Como si un oso se escondiera entre las sombras.
Los ojos rojos emergieron de las penumbras. Parecían estar a casi dos metros de altura. Poco a poco, comenzó a acercarse hacia la luz. Había crecido el triple de su tamaño. Era colosal. Llevaba algo colgando de su boca. Debido a la oscuridad, no podía discernir qué era. Lo lanzó al centro del círculo. La sangre salpicó mi rostro, luego de que el cuerpo cayera. Vi sus ojos. Vacíos y distantes. Los conocía bien. Iguales a los de mi esposo. Pero él se había marchado tiempo atrás. La única persona con esos mismos ojos, que aún estaba en mi vida, era mi hijo. Y eso se había terminado para siempre. Creí verla sonreír. Los débiles rayos de luz del lugar golpearon contra sus enormes dientes. Sucios, llenos de sangre y carne. Una mueca sonriente parecía contorsionarse en su nauseabundo hocico.
No lloré, ni tampoco grité. Tan solo me quedé allí, petrificada. Ya no era capaz de sentir nada. Había vuelto a fumar unas semanas atrás. Hábito que había abandonado luego del nacimiento de Santiago. Palpé uno de mis bolsillos. El fiel mechero de metal estaba preparado. Encendí la llama y la acerqué a la cortina de una de las ventanas. Luego, me marché.
Observé a la distancia cómo el fuego acababa con la pesadilla. Los gritos de la bestia comenzaron a escucharse rápidamente. Parecía implorar por auxilio. Quise sonreír, pero no pude. Mientras las llamas devoraban la vieja casona, mi vida se iba convirtiendo en cenizas. A lo lejos, comenzó a llover.
Abandoné el barrio de La Merced y me mudé lo más lejos que pude de la zona. Continué viviendo por inercia. Sin motivación u objetivo alguno. El único logro de mi miserable vida fue haber terminado con ese infierno. Aunque, en verdad, nada valió la pena.
Cada día que tomo el Metro creo ver los ojos de la rata. Un abismo rojo a tan solo pocos metros de distancia. Antes de que llegue el tren a destino y se frene en la estación, puedo escuchar los gritos de todas aquellas almas devoradas por la bestia. Entre ese mar de suplicios logro distinguir una tierna voz que me implora que lo salve, y luego me pregunta por qué no hice nada para evitar su muerte.
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