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"LA MIRADA DE LOS QUE OBSERVAN DEMASIADO PRONTO"

Jul 12, 2025

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"LA MIRADA DE LOS QUE OBSERVAN DEMASIADO PRONTO"
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5 de diciembre de 1981
Hoy amanecí de buen humor, con los labios sonrojados como si alguna brisa antigua me hubiese besado durante el sueño. Hace mucho que no me pasaba esto, y lo estoy disfrutando demasiado.
Un éxtasis silencioso entra por las rendijas del alma y despierta mis rosales amarillos, esos que desde hace meses se encuentran secos, desahuciados, como si la vida les hubiera dado la espalda. Aun así, los conservo con cariño, quizás por terquedad, quizás porque siguen siendo testigos de algo que no sé nombrar.
Me llevan, sin querer, a la poesía de esa muerte trágica que me envuelve en un torbellino de melancolía, y me arrastra, como corriente, hasta los pasados más codiciados, en los cuales todavía habito a veces, con una nostalgia tan dulce como punzante.
Pero como dije, me encuentro en un día especial. Así que en unos instantes me voy a duchar, a preparar mi hoguera caliente, esa ceremonia sencilla que me conecta con lo que soy, con lo que fui, con lo que aún podría ser.

6 de diciembre de 1981
Me desperté un poco tediosa, con la cabeza algo pesada. La magia del día de ayer se desvaneció como un perfume antiguo.
Ese torbellino del que hablaba me volvió a atrapar, sutilmente. Creo que lo observé demasiado, me adentré sin querer en sus espirales y terminé cayendo, una vez más, en el mismo lugar de siempre: esa hondonada vitalicia que me contrae el corazón, pero que al mismo tiempo le da un terreno fértil a mi razón.
Y esa razón mía, tan inquieta, tan viajera, navega por lugares escandinavos, fríos y hermosos, tratando de encontrar esa tierra inasible donde los soles brillan más que la luna, donde las ausencias no duelen tanto.
Tuve que pausar mis pensamientos por un instante, como si el recuerdo del viaje venidero ese que espero con el alma entera intentara interrumpir la deriva de mi mente.
Ese viaje maravilloso, que tanto ansío, me calma de una forma extraña: no porque llegue, sino porque sé que existe, que lo estoy esperando, y eso me da cierta serenidad. Trataré de mantenerme así, serena, para que mi cabeza no roce con la meditación excesiva, que a veces me paraliza en lugar de liberarme.

7 de diciembre de 1981
Hoy estoy en el lugar donde conocí al amor de mi vida. Hacía tiempo que no venía, y decidí pasar a recordar ese día en que nuestras miradas se cruzaron como si ya se conocieran de otras vidas.
Se vino a mi mente una imagen muy bella de aquel paseo, casi mítica: una imagen que era como un pilar griego, de esos que pesan toneladas de amor y tiempo. Todo era floral, lleno de futuro: pétalos de rosas arrojados al azar, lilis moradas, sus favoritas, adornando el momento como si supieran que él iba a estar ahí. Una fusión del sol y la luna iluminaba el encuentro, formando un reino para mi retina, para mi memoria y para mi corazón.
De regreso a casa, sentí de reojo una sombra que me seguía. No me detuve. Decidí seguir caminando con paso firme, aunque algo temblorosa. No le di demasiada importancia, ya que desde hace tiempo el camino hacia mi casa es un cautiverio solitario, y esas presencias son tan frecuentes como el viento.
Al llegar, puse la pava al fuego y me cebé unos mates. Mientras el vapor subía lento, observé ese árbol que tanto quiero: un poco reseco, es cierto, porque el otoño le arrancó el abrigo sin pedirle permiso. Aun así, conserva algunos lunares en su corteza, marcados por heridas que se forjaron hace tiempo, como las que uno lleva en la piel del alma.
Pero sigue siendo extremadamente bello. Como si la belleza real necesitara, a veces, de la tristeza para afianzarse en la tierra.

8 de diciembre de 1981

Son las siete con tres de la mañana y no puedo dormir. Siento que mi corazón late fuerte, mientras mi alma se disuelve en esos latidos.
Sigo pensando en ese viaje… el del lugar de las maravillas.
No sé si lo espero o si me espera a mí.

Me levanté de la cama para ir al baño, cuando de repente observé mi rostro en ese espejo oxidado.
Me asusté de verdad.
Mi rostro parecía de yeso agrietado. Mis mejillas, tan pálidas, parecían hechas con la ceniza de un cigarro mal apagado.
Esa sonrisa la que sólo existe para generar bienestar en los demás se burlaba de mí.

Observo mis dientes, cómo se tiñen de amarillo debe ser por esas bocanadas de cigarro, pensé.
Esas bocanadas que me llevan, en un segundo, a una pintura al óleo que no he visto, pero que siento como, un retrato abstracto donde se disuelven las muchedumbres, derramando sangre en lugar de tinta, pero con una notable belleza.
Siendo realista, es un cuadro que debería pertenecer a la realeza. O a un museo de almas fracturadas.

Al salir del baño, el pasillo parecía más largo que de costumbre.
Las paredes respiraban.
O eso me pareció.
Volviendo a mi cama, sentí una leve voz en mi cabeza que decía mi nombre: Adela.

Me detuve.
En ese momento, algo dentro de mí se quebró en dos.
Miré hacia mis espaldas y reconocí la sombra que había visto el día anterior.
No caminaba… flotaba.
Corrí demasiado rápido hacia mi cama, hasta que salté sobre ella y me cubrí con el tapado que fue un regalo de mi abuela. Ese tapado de lana cruda, ese que alguna vez tuvo aroma a jazmín y ahora huele a encierro.

Me quedé inmóvil.
En ese momento… no la vi más.
Pero la sentí quedarse

9 de diciembre de 1981

Son las 9 de la mañana. No he podido dormir nada.
Intenté levantarme de la cama y no pude, así que decidí quedarme acostada.
Agarré un libro viejo que reposaba en las vitrinas antiguas de mi abuela. Era de Alejandra Pizarnik.
La había escuchado nombrar, pero nunca imaginé lo cautiva que podía dejarme su letra, esa voz que suena tan parecida a la mía. Como si me la hubiera susurrado desde algún rincón olvidado de mí.

Me adentré en su lectura, mientras observaba los pájaros que yacían inmóviles en las afueras de mi ventana.
La luz que entraba tenía un color enfermo, como si algo del mundo ya no quisiera ser visto.
Al pasar de página, me topé con uno de los poemas más hermosos y crudos que he leído:
"La última inocencia".

Mientras recorría sus palabras, imaginaba cómo mi piel se deshacía, como la de un leproso sin cuerpo que lo contenga.
Mi visión del mundo queda obnubilada, como si una neblina vieja y densa se hubiese posado en mis ojos.
Los retazos de fe que aún quedaban en mí se desprendían de mi cuerpo como un búho que, herido, busca su cometido final en la noche.

En un momento, fui a abrir mi ventana.
Y justo entonces, como si me hubiese escuchado, se posó en la rama del árbol un búho esplendoroso. Estaba herido, o eso parecía.
Tenía una de sus alas caídas, como si ya no le importara volar.
Me observó.
Vivenció mi alma con una sola mirada.
Y en sus ojos color piano, dos lunas negras que no reflejaban nada, vi caer una lágrima de sangre.

Quedé perpleja.
Algo dentro de mí se calmó, de forma inexplicable.
Como si la señal que tanto había estado esperando hubiese colonizado, por fin, los ventrículos de mi corazón.
Como si alguien ,no sé quién, me hubiera dicho, sin decirlo: “Ahora sí, estás lista”

10 de diciembre de 1981

Estoy en la terraza de mi casa, dándoles de comer a las pequeñas palomas que vienen a alimentarse.
Siempre me gustó venir aquí; es un momento donde la monotonía pierde su prosa.
Un lugar para los que sueñan despiertos.

Quedan pocos días para mi viaje, e intento apreciar cada detalle de mi casa:
cada olor que se asemeja a los orígenes del Nilo —llenos de vida—,
a los colores preciosos que habitaron un día mi cuerpo y ahora solo visitan mi memoria.

El día está anocheciendo.
Me dieron ganas de colorear y dejar un legado en mi ahogar… quiero decir, en mi hogar.
Así que saqué mi lienzo y lo monté sobre el caballete, que estaba un poco deteriorado.
Mientras buscaba las pinturas, me sorprendí: estaban todas resecas.
Eso me hirió profundamente, era mi pasatiempo favorito.
No sabía que la resequedad de mi hogar también había agotado esas tintas.

No me amargué, la verdad.
Se me ocurrió una idea —de esas que no brillan, sino que tientan—.
Saqué esa daga entumecida y la deslicé finamente por mis manos.
En ese momento sentí una especie de éxtasis,
como si la vida estuviera destinada a experimentar ese tipo de placer: el de crear y desaparecer al mismo tiempo.

Comencé a dibujar.
Sentí cómo se apretujaba mi vientre, cómo mis labios se resecaron,
y empecé a balbucear una frase:
"La mirada de los que observan demasiado pronto."

La escribí con mis dedos, en movimientos holísticos, dignos de una artista corrompida.
Observaba cómo ese lienzo se esculpía con mi sangre: líneas sagradas, arteriales, delicadas y exactas.
Una obra de arte fue lo que quedó.
Mi alma quedó impregnada en ese boceto, como un secreto, como un grito sin eco, como un destino sellado.

Afuera, la noche respiraba en silencio.
Adentro, todo era ritual.

11 de diciembre de 1981

Quedan dos días para mi cumpleaños. Justamente este va a ser mi cumpleaños favorito.

Nunca estuve muy entusiasmada por ellos, quizás porque las personas con las que compartí mi mundo todos estos años no siempre fueron de mi agrado, ni todos fueron macanudos conmigo.
Hoy estoy en la tienda de mi barrio, viendo qué cosas comprar para ese día. Hasta ahora he elegido mi regalo, la comida que voy a preparar —un plato llamado ratatouille—, y como bebida elegí Coca-Cola.

Mientras recorría los pasillos, observaba las caras repletas de felicidad de la gente. Cómo caminan erguidos para comenzar su día. Y quedé profundamente envidiosa de eso.
¿Cómo pueden disfrutar tanto de esta vida, sabiendo que la vida es un telonero que mata ratones para embellecer rostros putrefactos?
¿Cómo pueden caminar con tanta lucidez, sabiendo que la persona a su lado —esa que sonríe— tal vez tiene la boca interna marchita?

Pero dejé de pensar en eso.
Tomé mis cosas y me fui.

Una vez que terminé las compras, me dirigí hacia mi hogar.
En ese instante, lo vi.
El búho. El mismo que había visto desde mi ventana.
Estaba posado en un poste bajo el cielo encapotado.

Decidí acercarme para invitarlo a ese día tan especial para mí.
En ese preciso momento, me miró con cara de temor.
Sus patas se contrajeron, y maquiavélicamente giró su cabeza en dirección a la sombra.
Ella estaba al lado mío.

Esta vez la pude observar detenidamente.
Sus ojos color carbón me adormecieron el alma con una melancolía que despierta tumbas.

Aun así, decidí extenderle la invitación.
Sentía que había algo en ella que estaba impregnado en mí, como si nuestros destinos fueran una misma canción escrita en partituras diferentes.
Pero el búho alzó vuelo, se fue sin mirar atrás.

Quedé inmóvil, y muy enojada con él.
No por rechazar mi invitación…
Sino por recordarme que hay presencias que ya no vuelan por voluntad propia.

12 de diciembre de 1981

Me desperté un poco somnolienta el día de hoy. No pude dormir bien debido a los pensamientos rumiantes que tengo.
Uno de ellos es el temor de que esa tormenta se apodere de mí.
Esto puede pasar. Y me ha pasado. Generalmente sucede cuando camino con el cuello erguido, con los ojos resecos que piden mares, o cuando una persona me dice “que tengas un buen día”, sabiendo yo que hace muchos meses no me pasa eso.

Esa eterna muchedumbre donde no hay “buenos días”, solo días, me lleva a ser testigo de un encuentro silente entre la muerte y la vida.
En estos días hay más muerte que vida.
No sé si son eclipses de la misma o si simplemente la muerte ya se ha hecho carne de la mía.

Aun así, trato de mantenerme optimista.
Por eso nunca olvido mi dosis de pastillas.
Una pequeña tabletilla que pone mi careta sobre la mesa durante un par de horas.

Y que esto no se malinterprete:
no hay ventas de mi corazón en este acto.
No hay traición.
Solo hay supervivencia.


13 de diciembre de 1981

Hoy es mi cumpleaños. El día en que nací.
Tengo 21 años y recuerdos: destellos pequeños de mi corta vida.
No tengo muchos recuerdos bellos de ella, solamente de cuando era niña, cuando simplemente vivía. Un lugar donde el sol perdía el estribo al mirarla a los ojos.
Un lugar donde la noche no era eterna, un lugar donde la vida era mía.

Recuerdo los ojos de mamá: esos que contenían miel puertas afuera, pero puertas adentro se convertían en demonios que lamentablemente nunca pudo controlar.
Recuerdo también los ojos de mi padre, los cuales nunca pude ver por completo, debido a la incógnita que guardaban.
Intenté descifrarlos durante años, pero él se iba a diario, hasta que un día desapareció sin dejar rastro.
Paradójicamente, ahora me hacen acordar a los míos: cómo se camuflaron, cómo discretamente poseyeron los míos.
Con demonios que me hicieron inclinar hacia su dios: las sombras.
Y ojos de los cuales uno no puede descifrar nada. Ojos que deben naufragarse para encontrar el tesoro que hay en ellos.

Dejando eso de lado, estuve preparando el almuerzo con mucha dedicación.
Salió un platillo exquisito, así que lo dejé en un lugar caliente esperando a mi invitado especial.
Mientras lo esperaba, puse en el vinilo uno de los discos que me regalaron mis abuelos para mi cumpleaños número 18.
Este disco contiene una canción que me encanta, llamada Viernes 3 A.M.

Le puse play y comencé a danzar como si fuese mi último sentir.
Comencé con brazadas elevadas al cielo, mientras mis pies se movían al compás del reloj de esa canción. Parecía una orquesta mi hogar.
En un movimiento descuidado golpeé mi mano con el disco, derramando sangre por todo ese hermoso vinilo y por toda mi ropa.
No le di importancia. Al fin y al cabo, es la sangre que me acompañó a todas partes.
Así que seguí danzando de derecha a izquierda mientras mi cuerpo se deshacía sobre ese suelo.

Hasta que en un momento escuché la puerta golpear.
Me dirigí hacia ella y la abrí.
Estaba él: ese malicioso y bello ser que me sonrió y pasó a través de mí.
En ese momento absorbió lo poco de mi luz que quedaba, pero decidí no darle importancia.
Lo invité a la mesa para que pudiéramos compartir el día de mi nacimiento juntos, y él aceptó con una mueca.

Nos sentamos, y mientras yo comía, él solo me observaba. No comía, no hablaba. Solo estaba presente.
Degusté mi platillo y luego me dirigí al baño.
En ese trayecto, pude ver al búho desde mi ventana. Estaba muerto, a la orilla de mi ya muerto jardín.
Observé su sonrisa desde lejos, pero no estaba... algo se la había comido.
Como estaba enojada con él, no fui a socorrerlo.
Así que lo dejé de lado y me dirigí al baño, donde me encontré con mi espejo.

Esta vez me envolvía una brillante luz alrededor, pero paradójicamente no podía observar mi rostro.
Estaba disuelto, como aquel tipo que dejé entrar en mi casa.
Me asusté muchísimo. Nadie iba a arruinar mis planes en este día tan especial.

Corrí hacia las escaleras.
Mientras lo hacía, mi tobillo se desgarró y comencé a arrastrarme por el piso.
Observé hacia atrás y la sombra intentaba atraparme.

Por una suerte ancestral llegué a mi habitación y pude cerrar la puerta.
En ese momento mi alma se congeló. Quedé paralizada.
Él estaba golpeando la puerta, de manera repetida, como si marcara el ritmo final.

Así que tuve que adelantar mi viaje al país de las maravillas.
Agarré el regalo que me había comprado en la tienda.
Era un cinturón de cuero, de esos que fueron piel de animal. Era muy bello.

Lo colgué del candelabro que estaba en mi habitación.
Un lugar donde nacía luz, pero que hoy presenciaría la oscuridad.
Lo até, subí a la silla para encaramarme a mi altar y completar lo que tantas veces no soñé.

El día de mi nacimiento…
o mejor dicho, la muerte anunciada de una soñadora.

En ese momento, la sombra abrió mi puerta, como si hubiese estado esperando mi preparativo final.
En el siguiente instante, se abalanzó sobre mí, haciendo que mi silla colapsara.
Y así, sofocó mi ermitaño cuello con ese noble cuero.

El momento que tanto esperé se hizo realidad:
el día que debería volver a nacer, morí por última vez.



Matias Cadelago

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