Son ya las seis de la tarde, pero no importa. El tiempo siempre pasa, y pasa, y pasa, pero él sólo espera que sea de noche y luego de día y luego de noche, porque es la única forma que tiene de pasar su vida. Y día a día, camina largas distancias, sin calcular la hora, sin saber a dónde va, pero siempre sabiendo cómo volver a su esquina, su hogar.
En algún lugar del mundo, quién sabe dónde ya, se encuentra a sí mismo en una calle completamente desierta. Son tan sólo él y su mochila, su mochila y él; y en ella, no lleva más que un par de lapiceras que había encontrado por ahí, y los papeles mal impresos que le suele regalar la imprenta junto a la cual habita en las mañanas y las noches.
Cansado, decide sentarse un rato en la vereda para recuperar el aliento antes de emprender la vuelta. Mirando al cielo, un cielo encrespado y rojo con la luz del atardecer, se permite sumirse un poco en su melancolía. Saca las hojas y una lapicera, y se pone a escribir como puede, como recuerda, sobre lo que sea, sobre lo que ve o lo que siente o su pasado o su futuro.
Siempre lo hace, por unos minutos todas las tardes; se permite recordar los momentos en que su vida no era dominada por una pobreza decente, momentos en los que sus aspiraciones eran más que un simple jabón en polvo, a diferencia de estos últimos, muchos, meses. Pero la vida es la vida, y la plata va y viene, y aunque no debería normalizar el no tener un techo, es su realidad. La única forma que tiene de olvidar por un tiempo es caminar, es escribir, es dibujar, y aprovecha cada momento antes de dejarse estar triste por un ratito a las seis de la tarde, para tener sus minutos de nostalgia, y luego volver camino a casa.
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