Mis abuelos tenían una casa que quedaba a cuarenta minutos de su casa. Sin tránsito, tal vez, en treinta minutosllegábamos. Parecía una quinta, pero era una casa de dos lotes unidos.
La casa tenía la misma forma y estructura que cuando se aprende a dibujar una. Llevaba el nombre de mi abuela: Luna. Así lo indicaba el cartel de madera en la entrada. “Es gordita como yo”, opinaba ella. Y es que la luna y mi abuela eran iguales pero opuestas, porque mi abuela cuando la luna salía, se apagaba: solo funcionaba de mañana y a cada hora se apagaba más y más hasta llegada la noche. Funcionaba igual que el sol, pero se llamaba Luna. La casa, igual.
Había una pileta que estaba enrejada por una obsesión de mi abuela. No quería que dejáramos la puerta abierta bajo ningún concepto. O se meten o salen, decía. Con mi hermana y mis primos nos reíamos de su rigidez. No va a pasar nada, abuela. Corríamos a buscar más inflables o toallas o para tomar impulso y tirarnos de mortal, nada más que eso. Pero mi abuela cuando estábamos en el agua venía a cerrarnos la reja: al principio alta, con el tiempo llegamos a cruzarla estirando la pierna.Nunca se sabe, repetía. Puede venir algún nene, algún bebé que cruzó por el jardín… nunca se sabe. La mirábamos cada vez más extrañados, pero nos acostumbramos a que ella era así, entendimos que incluso la persona más buena y dulce del mundo puede tener obsesiones insólitas.
El jardín daba a la cancha de golf del country. Eso al principio le bajó el precio pero a ellos no les importó, la compraron igual. Mi abuelo se emperró tanto con el terreno que puso todo lo que tenía en ese momento para comprarlo. Quedó en cero. En cero, contaba. Pero con dos lotes.
Durante años, mis abuelos –acostados en reposeras–vieron pasar gente todo el día a toda hora jugando al golf. Y siempre estaba el que se pasaba con el tiro: llegaba hasta el jardín pidiendo permiso, pero sobre todo, perdón.Mi abuela aprovechaba esos minutos muertos esperando a que le pegue, para llevarle una bebida fresca y algo para comer.
La casa de mis abuelos era de ellos pero íbamos todos. Pasé mis primeros veranos ahí.
Cuando el sol empezaba a despedirse, los pájaros cantaban con más fuerza, se agigantaba la sombra del sauce llorón. El árbol nos abrazaba a todos y nos invitaba a merendar debajo de él. Nunca faltaban los alfajorcitos de maicena, quesos, tostadas ilimitadas, frutas, budines varios, mate, café. Todo empezaba a aquietarse. Y mi mamá gemía de felicidad, tenía pequeños orgasmos con ese momento. Repetía: esta es la mejor hora. Pero siempre era la hora de volver a casa. Papá insistía con que habría mucho tránsito, que estaría cargada la ruta, que sería imposible volver. Al principio era tirar a ojo el tiempo que tardaríamos, más tarde llegó Waze para decir con precisión.
Hasta que un año mi abuelo se anticipó al verano yamablemente juntó a sus hijas y les dijo que armaran su vida. El esquema quedó así: los viernes cenábamos en lo de mis abuelos –casa de Capital– la familia completa y el fin de semana, nosotros –papás y hermana–, empezamos a ir a un club, solo los fines de semana. Mis tíos y primos fueron a otro.
Quedamos desparramados.
Mi abuelo, el responsable de juntarnos, nos recibía el viernes en su casa sentado en el sillón rojo, comiendo almendras y todavía sin sacarse el traje. Cuando llegaba el postre, se levantaba de la mesa y volvía cambiado, elegante sport, solo para despedirse. “Ustedes son muy buena gente pero los voy a tener que dejar”, y todos lo saludábamos. Chau abuelo. Todos sabíamos lo que estaba aconteciendo: se estaba yendo de su propia casa a su otra casa. Solo. Mi abuela –que en ese momento manejaba– salía el sábado por la mañana con el baúl cargado de canastas y canastas y canastas. Nadie entendía por qué mi abuelo se iba egoísta a pasar la noche: literalmente a dormir. Él decía que el sábado por la mañana ya arrancaba el golf temprano. ¿Pero por qué mi abuela no iba con él? Pensábamos que tenía un amor tácito e implícito, aceptado por ellos pero también por nosotros, con Eva, la ama de llaves de la casa. Eva tenía su misma edad. Estaba casada y tenía un hijo que se llamaba Lucas. ¿Cómo va a cambiar a la abuela por Eva? Así crecimos. Nunca se reveló el misterio, pero no creo que haya sucedido. En su ausencialo voy conociendo más y lo entiendo: tal vez necesitaba dormir y estar en silencio. No porque mi abuela le hablara mucho, sino más bien, por algo de su personalidad, supongo. Poner la cabeza en remojo.
O con eso quiero quedarme.
Había un sábado de octubre o noviembre, no recuerdo, pero sí cerca de finalizar el año, que mi abuelo organizaba un almuerzo para todos sus amigos. Todos los años el mismo día. No se festejaba nada, nadie cumplía nada, pero todos esperaban como lobos en celo ese almuerzo. Eran treinta muchachos, que mientras ellos jugaban al golf toda la mañana, mi abuela en la cocina hervía los calzones, controlaba las salsas, ponía la mesa, preparaba ceniceros y cartas, los recibía a todos con agua fría y cuando se sentaban a comer, ella se armaba su bandejita y se la llevaba a la habitación hasta que no escuchara más risas ni olor a habano. Recién ahí bajaba a lavar los platos, juntar los escarbadientes y sacudir las migas del mantel.
Con el tiempo se construyó una nueva cancha del otro lado del puente y la que estaba frente a la casa quedó como un campo de práctica pero que nadie practicaba. El pasto del green empezó a crecer hasta tapar el hoyo. Quedó silenciosa, muerta. Nadie más pasó cargando bolsas, palos, juntando pelotitas, nada. La casa de mis abuelos pasó a tener un jardín donde no se veía el final. Y no es que era solo nuestro, era de todos pero nadie lo usaba, ni siquiera las casas vecinas. Solo nosotros. Siempre estuvo el proyecto de rearmar algo con ese terreno, pero para nuestra suerte, nunca sucedía. Fuimos adaptando la cancha a nuestra edad: al principio corríamosdespojados por ahí a lo lejos. Después se transformó en el ambiente elegido para charlar esos temas privados que en la casa se hacían difíciles por el movimiento de la familia.
Después empecé a ir con amigos cuando mis abuelos no estaban. Al principio en colectivo, cruzábamos la autopista corriendo. Después nos amuchamos en el autode Andy. Y después en el auto de cualquiera que quisieraponer auto. Fumar porro se podía pero no en la casa: sí enla ex cancha. Era todo un ritual organizado mecánicamente con mis amigos, dirigido por Alex y Lucas: caminata con porro, asado, digestión con tabaquito, pileta, ping-pong, fútbol, merienda, ducha y a Capital.Solo el conductor quedaba despierto y con suerte. Por su energía y versatilidad, a la casa la apodaron el Club Med.
Cuando mi abuelo murió, la casa dejó de ser de ellos y no fue de nadie. Quedó ahí, a la espera de algo que no sucedía. Mi abuela repetía: yo sola no voy a ir. Los murciélagos tomaron el control. El sol pegaba contra las persianas bajas. Ya no estaba el jerarca para limitarnos el camino. Por eso creo que no fue de nadie: pensábamos que la casa volvía a ser de todos, pero todos estábamos viviendo equivocados.
Cada uno la empezó a usar esporádicamente.
La única que la hizo volver a mi abuela fue Jana, su bisnieta.
Alcanzó a cumplir sus dos años ahí, del jardín a la ex cancha de golf corriendo despojada, ahí a lo lejos.
Mi abuela, la misma que decía que jamás iba a vender algo suyo, pidió que la vendamos.
¿Cómo hacer para desmantelar treinta y cinco años? ¿Y si detrás del cuadro del bosque hay una caja fuerte? No, nada. Conocí lugares recónditos de la casa que ni siquiera sabía: una vinoteca de piso a techo al lado del lavadero escondida entre una puerta que siempre pensé que era el calefón. Prácticamente sin vinos, pero algunos todavía sobrevivían junto a la bolsa de golf de mi abuelo. Mi abuela miraba con nostalgia y tristeza. Son vinos, la consolé. No entendes, dijo. Y me contó que tenía un perro que se llamaba Philipe que nadie quería: ni mis papás, ni mis tíos, menos mi abuelo. Lo encerraron ahí durante todo el fin de semana para sacárselo de encima y le dijeron a mi abuela que se había ido por el jardín que debería regresar pronto, pero cuando mi abuela lo escuchó, abrió la puerta y a Philipe se le había caído todo el pelo, estaba flaco como un hueso. Mi abuela lloraba en mi hombro por lo que en ese momento no pudo.
La casa que supo ver las canastas y canastas y canastas de comida se transformó en cajas y cajas y cajas. Tijeras. Cinta de embalar.
Ese día me fui pensando en que iba a volver.
Siempre la mejor hora es la de volver. Pero no volví.
A la casa no la abracé lo suficiente, entonces pienso en escribir algo sobre ella.
Pero antes le escribo a mi abuela, el último bastión.
Me dice: Llamame. Te quiero contar cosas de la casa que quizás no sepas.
La reja de la pileta, pienso.
Michael Josch
Soy un testigo silencioso del mundo: escritor, creativo y guionista en proceso. Acá van reflexiones personales, ficción y otras cositas.
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