Los humanos tienen una cantera inagotable de sensaciones, expresiones, todo un cosmos inventado por ellos, tantos menesteres que ellos solitos se inventaron, tantos principios que no pueden ser rotos por lo calamitoso que sería para aquellos que creen en esos principios. Luego, un dolor en el pecho, un desmayo, una mancha rara, un resultado de una prueba diagnóstica, un nódulo en una placa de tórax, un manchón de sangre en el inodoro, los hace entrar en razón y les permite verse como lo que son, fueron y serán para toda la eternidad: maquinas que pueden sucumbir en cualquier momento. La vida nunca fue de ellos, tampoco la muerte, tal vez la eternidad del instante por ellos percibida, tal vez ese gran tumor que los acompañó al óbito, tal vez esos recuerdos que construyen su identidad y sustentan su voluntad de vivir.
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