«¡Por fín!», la máquina de hacer fideos de su abuela ahora se convertía en su posesión más preciada. Recordaba con tanto cariño y nostalgia cada domingo de pastas en la hermosa casona que no dudó en reclamarla cuando la familia comenzó a repartir los bienes de aquella mujer imborrable.
Era sábado y no había mejor fin de semana que ese para dedicarse a una nueva misión: reproducir los fideos que hacía su abuela. La primera tarde se dedicó a limpiarla, a desarmar sus partes y cuidadosamente arrastrar hacia afuera cada vestigio de harina y masa seca atorada. Se le venían las imágenes a la cabeza, llegando a lo de su abuela Nina y viendo los miles de fideos desparramados cubriendo toda la mesa y el olorcito a estofado perfumando el ambiente.
El domingo temprano compró lo necesario y se embarcó en la tarea de recrear la receta. «¿A qué hora arrancaría la abuela a hacer todo?» porque eran las 11 y todavía no había terminado la salsa.
Nina hacía fideos para los dieciséis miembros de la familia cada domingo al mediodía. Hacía fideos y estofado, y los mandados, y tenía la casa impecable y la vajilla preparada para recibir a toda la familia. Sólo un domingo al año tenía descanso asegurado: el Día de la madre, el día que su marido agasajaba a todos con una enorme parrillada por la que era aplaudido de pie.
«Un huevo, por persona…¿Y cuánta harina?», la primera prueba era sólo para ella y su pareja, aunque ya era mediodía y ella recién comenzaba a amasar. La viscosidad comenzó a tomar consistencia y sus manos empezaron a doler, seguramente por la falta de costumbre. Mientras la masa se templaba, preparó la pesada máquina sobre la mesa, ajustó los seguros y se dispuso a estirar en largas bandas tiras de masa que luego llegarían a su destino final.
La cintura empezó a dolerle, en principio por haber trasladado la pesada máquina sola, y luego porque realmente no había posición cómoda para hacer los fideos. Pero eran fideos para dos, y la salsa ya estaba hecha, así que aguantó y concretó la primera tanda.
Eran hermosos, esas lombrices inertes y pálidas que había logrado con sus propias manos, y con la ayuda de la máquina por supuesto, dispuestas por la superficie, «y pensar que la abuela los cortaba a mano cuando todavía no la tenía…» pensó con los ojos perdidos en los recovecos de la máquina.
Cuando la pasta estuvo lista, el agua ya hervía en la olla más grande que tenía y mientras los fideos se cocinaban, corrió la máquina, limpió la mesa, puso el mantel, la vajilla, el queso y la bebida.
Sus primeros fideos caseros estaban listos. Pero antes de servirlos, tomó un breve descanso y se sentó con los brazos caídos a los costados de su cuerpo. Le dolían las manos, las muñecas, el cuello y la cintura. «Cómo podía la abuela hacer fideos para 16 personas si yo hice para dos y me duele todo». ¿Era motivación o era deber? ¿era amor o era sometimiento?. Esa mujer se dedicaba cada domingo a ser más madre, más suegra y más abuela que a ser una simple mortal más en esta tierra y hasta donde le dio el cuerpo cumplió su rol de manera impoluta, sin falencias y por sobre todo, sin descanso.
Pasado el mediodía su novio tomó el primer bocado “¡qué delicia, amor! ¡están espectaculares!". Ella se sintió orgullosa pensando que su abuela se sentiría igual si la estuviera viendo desde el cielo en ese momento.
*Imagen propia.
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