Como todas las noches, Uriel se levanta de la cama y camina a tientas hasta la cocina en busca de un habitual vaso de agua vespertino.
Con los ojos pegados y una media perdida entre los inexpugnables pliegues de la frazada de Superman, se tambalea y rebota contra muebles y electrodomésticos hasta dar con una manija que al tacto recuerda a la de la heladera.
Abre y sorbe gota a gota el preciado líquido incoloro en un sagrado ritual hidratante.
Tras acabar, guarda todo como estaba según su memoria ciega y emprende un tortuoso viaje de regreso a la cama, donde (como de costumbre) perdería la otra media en el transcurso de la mañana.
Pero antes de salir de la cocina escucha un ruido fuera de lugar, algo que no debería sonar, algo malo.
Prende la luz sin saber bien cómo y hace aparición ante sus ojos una mano negra, pétreamente aferrada a la pared de la esquina, esa que da al recibidor.
Aterrado, Uriel lleva a cabo su mejor estrategia ante este tipo de contingencias: no hacer nada.
Se queda absolutamente duro, tanto que hasta el más calmo de los objetos inertes parece un vigoroso torbellino a comparación de su inigualable quietud.
Así transcurre el tiempo sin que el residente y el intruso efectúen el más mínimo movimiento, ambos a la expectativa.
Los minutos se transforman en horas, luego en días, meses y años.
Los familiares se multiplican, las generaciones se suceden y la vejez los va limpiando.
La mayoría muere por causas naturales, excepto algún que otro distante caso de cáncer y enfermedades cardiovasculares.
Sin nada mejor que hacer, ambos conversan en silencio sobre la vida, la muerte, la vida después de la muerte y la muerte en la vida después de la muerte.
Oyen los pensamientos del otro como hermanos gemelos, dos almas afines cuyas mentes bailan al unísono en una danza telepática. Las distintas formas de silencio son palabra suficiente.
Uriel envejece a la par de la mano negra, que más que negra ahora es gris, corroída por el roce temporal. Él, ya anciano, ha perdido casi todo rastro de pelo en la cabeza y solo le restan unos míseros y solitarios cabellos plateados. La barba le ha crecido hasta formar un espeso manto que cubre el suelo como una densa alfombra, pero siempre manteniendo distancia segura respecto a la mano.
Él ha desarrollado ahora una suerte de mímesis con el entorno, debido a la telaraña tejida por generaciones de artrópodos sobre toda la extensión de su piel.
Los músculos, atrofiados por la falta de uso, han sido olvidados para su organismo y reemplazados por sutiles formaciones óseas y cerámicas, concluyendo en una especie de petrificación que ratifica la inmovilidad del invadido. Como si su cuerpo se modelara en un lento proceso de vitrificación.
Podría decirse que incluso se ha vuelto amigo de la mano, pues, el tiempo cura y revierte cualquier enemistad, no son más antagónicos, sino compañeros habitacionales que aguardan pacientemente la llegada del fin.
Un diálogo silente como solución al conflicto. Diplomacia preciosa.
Sin duda alguna, una historia de amor.
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