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La luna y un hombre

Abr 13, 2025

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La luna y un hombre
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Desde mi habitación, con mi cuerpo extendido sobre la cama, sobre mi cama, veo la hermosa perla estelar que mantiene la existencia de la humanidad entera. Tan brillante, tan blanca, tan redonda, tan inenarrable. Estática en el horizonte. Sobre el cielo solitario me mira. Las palabras me quedan cortas. Sus rayos me explican que este mundo tal vez no sea tan despreciable como lo imagino a veces. Su luz corta entero el cielo para llegar hasta mí.

Un hombre solitario en su habitación, con su luna; la luna, con su hombre solitario en la habitación. Cuando la miro somos uno solo. Cuando la dejo de mirar, cuando miro a los carros, las motos, las personas, las plantas, los árboles, las construcciones, veo todo lo que ella quiere que yo vea. Me muestra el mundo, la belleza del mundo nocturno. Pero no de ese mundo nocturno pecaminoso, sino de ese mundo nocturno sencillo, indomable, amado; de ese mundo nocturno donde las almas se resguardan en la oscuridad de una habitación, o en la lúgubre inmensidad de la intemperie.

Un hombre solitario en su habitación que recita palabras a la luna tan lejana, tan distante, tan intocable. Esa luna que también parece un túnel, un agujero en medio del cielo. Un agujero que a través de él vemos la divinidad, las divinidades. El Olimpo, el Valhalla. Cada dios lo veo a través de ella y ella me sumerge dentro de sí. Los hombres ya han ido a visitarla, ya han tocado sus suelos, han saltado sus cráteres, se han movido entre su polvoriento ambiente. Pero sería una sinrazón envidiarlos pues todas las noches ella me visita. Todas las noches la acaricio con mis palabras. Al final del día solo somos ella y yo, aquí, en medio de una habitación solitaria solo somos ella y yo.

Es lo único que veo a través de mi ventana, de un metro por un metro, con dos cristales un poco sucios, un poco empañados, un poco reveladores. Diagonal a mi habitación me mira inmóvil un tumulto de ladrillos, uno sobre otro sobre otro, que parecen ser mi estribo en esta existencia. Solo somos la pared de ladrillo, la luna y yo. En este momento solo existimos los tres. En este momento solo ellos son mis compañeros. Mis condiscípulos de la soledad.

En la calle a que da mi ventana se escuchan pitidos, hombres inquietos, afanes insaciables. Algunos gritan, otros se ensimisman en su silencio, otros olvidan que existen. Mientras, yo aquí, algo privilegiado, algo desterrado, algo ermitaño. Los escucho, pero no los observo. Son sonidos de la existencia, sonidos de la vida; son melodías del caos, también algo incomprendidas. Pero a fin de cuentas forman uno solo con la existencia. El disparate caótico de la humanidad y la belleza avasallante de la naturaleza. Los hombres luchan, pelean, se agravian, se alaban, se aman. Y la luna, huraña en su altura, sustraída del mundo terrenal, nos mira melancólica pues ella tiene la razón, pues ella es la razón. Y los hombres por estar mirándonos a nosotros mismos, a nuestros semejantes, olvidamos mirar al cielo, olvidamos el ocaso. Olvidamos el firmamento. Nos olvidamos a nosotros.

Jose Figueroa

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