La línea invisible

Pablito viajero aparece en mi mente como un destello, con su mochila liviana y los ojos llenos de paisajes que no conozco. Él avanza, ligero, como si el mundo fuera un mapa desplegado solo para él. Yo lo observo desde mi escritorio, atrapado entre informes, reuniones y el zumbido constante de la vida de oficina. Afuera, el tiempo pasa con un ritmo que no me pertenece; adentro, los días se repiten como fotocopias.

A veces pienso que envidio su valentía, pero en realidad lo que me sacude es otra cosa: la sospecha de que yo también podría marcharme, y que lo único que me ata es un miedo antiguo. Miedo a equivocarme, miedo a que la libertad no sea tan luminosa como la imagino, miedo a descubrir que, sin la jaula, no sabría a dónde volar.

Pablito sigue su viaje, y yo sigo mirando el reloj. Entre él y yo no hay una distancia geográfica, sino una línea invisible que separa la vida que vivo de la vida que sueño. Tal vez algún día la cruce; tal vez me quede para siempre en este lado, alimentando mi cansancio con excusas y mis excusas con cansancio. Mientras tanto, él me recuerda que hay otros caminos, aunque yo aún no me atreva a caminar por ellos.