Martes, 12pm. La cúspide del día. Mientras tanto un vagón subterráneo de la línea E va a 45 kilómetros por hora. Todas las personas allí presentes se encuentran subyugadas por sus celulares. El consumo problemático de los dispositivos es evidente. Los pensamientos paranoicos se vuelven cada vez más radicales, las nuevas teorías golpean la cabeza de los inocentes y de tanta información a la defensiva la sociedad se ha vuelto más tabula rasa que nunca. Nada importante sucede tras aquellas pantallas. Probablemente reflejen videos de menos de un minuto de duración que se reproducen al hilo sin relación alguna entre ellos. Pues en el siglo 21 los atracones, esta vez de contenido, suceden en plena luz del día. El calor de una sombra de más de sesenta segundos se transporta por el vagón. Al levantar la vista la gente se encuentra con un hombre bajo y de ojos tristes que asoma un puñado de papeles, que al igual que muchos otros mendigos de la ciudad justifican su pedido de dinero. Es fin de mes y los sueldos de la mayoría se evaporaron en el calor de las deudas. Una chica se saca un audífono y gesticula un silencioso y apenado “no gracias” que transformó a aquellos ojos tristes en ojos furiosos. Su boca ya abierta se abrió aún más para lanzar un amenazante ultimátum que la dejó petrificada. “Si te pones los auriculares te rompo la cabeza”. Lo miró a los ojos y quedó inmóvil. Unos segundos después, luego de mirar alrededor y encontrarse con la indiferencia ajena, actuó como si aquello no hubiera sucedido y giró la cabeza a un costado. El hombre continuó su recorrido, volviendo la vista hacia la inafectada muchacha de vez en cuando como para revisar el efecto de su amenaza. Otra mujer a unos asientos de distancia de la primera también fue victima de aquellos comentarios; “Todos dicen lo mismo. Todos que no. Y miran sus teléfonos”. Una vez más, alguien levantó la mirada en busca de complicidad y todo lo que pudo contemplar fueron cabezas mirando abajo, frentes iluminadas por luces sintéticas y pupilas que se movían de arriba a abajo observando probablemente los mismos videos que gran parte del tren había estado consumiendo toda la mañana. El paso del mendigo era lento. Es probable que muchos desearan que desaparezca pronto, pero el vehículo frenó a mitad del pasillo provocando que por inercia algunos de los pasajeros levantasen la vista. Por un momento las respiraciones parecieron más reales que nunca. Los pequeños sonidos de fondo que provenían de los aparatos cesaron, y la vida quedó decorada por el ruido del aire y del movimiento y de los objetos. Pero pronto el viaje se reinició, las miradas se volvieron al suelo nuevamente y las respiraciones frenaron una vez más. Se hizo la próxima estación: Bolivar. Por las ventanas el mural de rayas multicolor se vio interrumpido por dos policías uniformados que ingresaron al vagón hasta alcanzar al ciruja.
Las vistas seguían bajas. Los pulgares retomaron su danza sobre el vidrio luminoso.
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