Hace alrededor de cinco mil años, en el antiguo Egipto, al hombre se le ocurrió una idea brillante. Esa idea fue, la de echar una sustancia llamada “kyfi” en sus prendas y viviendas. El nacimiento en aquellos tiempos de ese aroma tan bello y agradable, hoy nos hace parecer personas pulcras, higiénicas y civilizadas. Pero, ¿Por qué echaron ese perfume en sus prendas y viviendas los egipcios?
Pareciera por naturaleza animal, que cuando olfateamos algo, la sensación puede ser agradable o desagradable, dependiendo del tipo de aroma que estemos percibiendo. Es claro que los olores que percibimos generan en nosotros efectos o sensaciones, es decir, nos modifican aunque sea por un instante. Es como si tuvieran un poder, como si nos dijeran algo.
Noten, que no hay solo aromas feos o agradables, hay también aromas tristes y alegres, aromas desgraciados que nos hacen recordar y otros piadosos que nos hacen olvidar. Hay también aromas que nos matan y aromas que nos dan vitalidad. Hay todo tipo de aromas, amaderados, florales, cítricos, frescos, dulces, neutros, cálidos y la lista puede continuar casi indefinidamente.
Pero hay un aroma que es diferente al resto, no tiene sustancia ni forma. Es aquel que además de ser invisible, es indistinguible para nuestras narices. Un aroma que es eterno y único. Una vez que se huele este perfume, te invade con toda su esencia y no te deja ir jamás. Ese aroma está allì flotando en el aire, frente a nuestras narices, y quiere ser olfateado, pero hay tanto perfume, que no se deja oler.
Hablo del Nefer, el perfume de lo real. Aquel que reúne la esencia de la totalidad de las cosas, toda su gente, toda su historia, culturas, sistemas, palabras, recuerdos, sensaciones, sentimientos, objetos y hechos. Que reúne tanto, que nada reúne a la vez. El aroma con sus luces y sombras. El aroma y sus matices. El olor de la verdad.
Hace cinco mil años en el antiguo Egipto, al joven y virtuoso Nefer, perdidamente enamorado de Talibah, se le ocurrió una idea magnífica. Nefer sabía que el único amor de Talibah era el conocimiento de la verdad. Por lo tanto, para enamorar a la joven y curiosa princesa, tuvo la astucia de crear un perfume que tuviera la totalidad de los aromas del mundo. Así reunió todos los elementos; tanto físicos y sensoriales como metafísicos y espirituales. Mezcló el todo generando un líquido homogéneo, lo volcó en un pequeño frasco y selló este con un corcho de madera.
Esa misma noche, Nefer se escabulló por los pasillos del palacio hasta llegar a la habitación de la princesa, la cual se encontraba en la torre más alta. Ingresó al enorme y decorado dormitorio y se encontró con ella, que lo miró sorprendida. Al destapar el frasco para colocarlo en sus prendas y así lograr cautivar a Talibah, antes que ésta llamara a los guardias, ambos olfatearon el aroma y pudieron verlo todo. Sus mentes se inundaron por un instante de un solo recuerdo, el recuerdo más denso y sutil que nadie haya poseído, el recuerdo que todos los recuerdos abarca. El recuerdo de la historia universal.
La joven princesa no resistió a tanta certeza, arrojó el frasco, que al romperse dispersó su contenido por los aires envolviendo el mundo, e ipso facto saltò al vacío desde la ventana de la torre, al grito de “¡Lo pude oler y algo está pudriéndose!”. El joven Nefer lleno de angustia y de verdad, saltò detrás de ella, sosteniendo el corcho en su mano.
Desde ese entonces, la civilización comenzó a perfumar sus prendas y ambientes, para no olfatear el aroma putrefacto de la verdad. Hay tanto perfume que va disfrazando la realidad allá afuera, que el Nefer no se deja oler. Pero vamos, seamos realistas. No hace falta oler el Nefer para darse cuenta que... algo está pudriéndose.
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