Dicen que a veces la ciudad también sueña, pero yo no lo creo. La ciudad apenas repite su maquinaria, se devora en ruidos y pasos, como un animal que nunca descansa. Sin embargo, hay grietas en las que la vigilia se confunde con otra cosa, y ahí, en medio del concreto, puede colarse un instante que parece nacido de otro mundo.
Mi paisaje cotidiano es un inventario de grises: avenidas interminables, edificios que se repiten con la obstinación de un espejo, árboles cansados de tanto polvo. Nada verde brilla como debiera, nada vivo se atreve a interrumpir la rutina. Por eso cada mínima irrupción de la naturaleza me toma por sorpresa, me atraviesa como una revelación. Ayer ocurrió.
Estaba esperando el cambio de luz en un cruce cualquiera, con la prisa enredada en los zapatos, cuando las vi. No una, que ya hubiera sido milagro, sino dos mariposas surcando la avenida, esquivando autos como si la velocidad no existiera para ellas. El aire se volvió otro: un arabesco de alas, un movimiento tan gratuito que parecía reírse de nosotros, los que esperábamos la señal de avanzar.
Me descubrí detenido en la vereda, con el semáforo parpadeando su mandato de paso, pero incapaz de moverme. Era como si el tiempo hubiera sido secuestrado por esas criaturas diminutas. No recuerdo cuánto duró, quizá un minuto, quizá más, porque al mirarlas todo reloj se volvió irrelevante.
El vuelo de las mariposas tiene algo de conjuro. No se precipitan hacia un destino, no acumulan trayectos: flotan. Se deslizan con la suavidad de quien no conoce la palabra urgencia, como si cada movimiento fuera suficiente en sí mismo. Una danza suspendida, invisible a la dictadura del calendario.
Y yo, que siempre camino con la mochila del tiempo sobre los hombros, sentí por un instante la liviandad de las alas prestadas. No había ruido en su vuelo, no había peso, sólo confianza en el viento y en el misterio del instante. Pensé entonces que quizá el verdadero secreto no está en avanzar a toda costa, sino en dejarse guiar, como ellas, por una lógica más blanda, por una paciencia que sabe que la belleza no se encuentra al llegar, sino mientras se va.
Las mariposas, al final, no buscaban destino. Ni siquiera parecían interesadas en un lugar preciso. Iban de flor en flor con la naturalidad de quien entiende que la eternidad cabe en un segundo. Y yo, que hasta ese momento había contado mi vida en relojes y semáforos, comprendí que el camino, visto desde esa danza, basta.
No sé si la ciudad sueña, insisto. Pero sé que cuando esas alas cruzaron mi horizonte, fue la ciudad la que se detuvo, y yo con ella. Desde entonces, cada vez que recuerdo aquel vuelo, me digo que tal vez vivir sea eso: aprender a atravesar las avenidas con la serenidad de una mariposa que ignora que existe la prisa.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión