Removió una chapita de metal con sus zapatillas algo sucias por la tierra que volaba alrededor, y mientras movía el objeto convertido en basura, pensó que era mejor sanar sin perder el cuerpo, solo mutando la angustia del pasado a un constante estado de meditación profunda. Pero él sabía que allí solo había un desgarrador proceso sin cumplir y que sus acciones habían quebrado y lastimado a mucha gente a través del tiempo. Además, sabía que aunque descansara en ese relicario toda su vida, jamás podría vivir completamente en paz; era más su tortura, su autoflagelo, que la vaguedad del tiempo podría sanar.
En la escena que cubría ese momento se encontraban las estructuras socavadas, el metal raído, el concreto mal armado; las veredas rotas, el silogismo de mentes catacumbas y también lo que se pudo hacer con lo que se tuvo al alcance de manos y pies. Fue entonces, entre ráfagas de polvo y aire seco, que reflexionó sobre sus acciones y entendió que siempre fue su propio prisionero. Se excusó y comprendió que estaba mostrando su herida. Utilizó el viejo truco de victimizar lo sucedido (ese del que pocos hablamos pero al que muchos acudimos) para no crecer o hacerlo a medias, como ese puente de cemento mal armado o ese baldío lleno de chatarra.
¿Por qué es tan difícil tomar acción sobre uno mismo?, pensó. Pero simplemente observó el maravilloso entorno verde ocre que lo rodeaba. Pateó otra vez la chapita de cerveza y se angustió. En ese momento se dijo: "¿Cuántos fracasos resistirá mi cuerpo hasta abandonarme?" Y siguió camino desde aquella rotonda...
Su cuerpo se tornó pesado y denso. Comenzó a abandonarlo y, ¿era él culpable, en parte, de aquello? No sabía la solución. ¿Habrá, acaso, reparo posible a la desfragmentación de los cuerpos? Esa inercia, ese dolor intenso. Esa soledad inexplicable que se oye al caer la noche mientras viajan en el último vagón de un tren añejo. Esa soledad de soledades que entiende al ver universos paralelos en cada una de las luces de esas ventanas, de esos descamisados, de esos ausentes. Esa inercia, ese dolor intenso. Ese que guardamos todos cuando ocultamos la mirada de los cuerpos.
Ya no había quietud posible, solo movimiento. Experiencia pura. Experiencia... eso. ¿Existía un mundo feliz? A veces, tal vez. Pero la experiencia chocaba con la construcción de la realidad. Esa realidad ficticia y, por lo tanto, hechizada, que acechaba con consumir los cuerpos, su cuerpo. Pero solo quedó un suspiro de admiración en la soledad de un coche compartido que volvía de la capital a su hogar. Y de pronto, lo conocido, lo propio, lo identitario en los cuerpos, en el suyo.
"Bienvenidos a...", decía un cartel a la pasada, y el cuerpo se sintió sostenido, contenido, abrazado. Porque conocía los árboles y las viciadas luminarias de las avenidas, los anuncios y los locales, los besos y las despedidas. Pero sobre todo conocía su paz. Dilató ese estadio cuando sonó una melodía triste en sus auriculares y su cuerpo se movilizó en la inmensa voluptuosidad de las narrativas que se yuxtaponían a solo metros de su presencia.
Como las memorias de Luz y su vida contrariada entre su trabajo y su familia. Como Marcos, que en sus veintitrés años de edad nunca supo qué es el amor: ni el propio, ni el de su familia, ni el de la otredad pero que no evitó que se vinculase. Tal vez como Ana, que llora a veces en el transporte público porque su abuela falleció hace ya un año, pero los litigios del duelo a veces duran para siempre. O, quizás, lo pueda contar Cristian, que vuelve cansado luego de trabajar otro par de horas en su segundo trabajo de medio tiempo para poder contribuir a la economía de su derruido y disfuncional hogar.
Cada cuerpo cuenta su historia en la sinfonía de voces que traslucen la identidad de una ciudad. Y se repite una y otra vez. Sin embargo, compartimos una sensación extraña, casi como remover una chapita de metal con las zapatillas algo sucias por la tierra que vuela por todas partes.
Muchas veces su cuerpo no tiene energía para empatizar con la historia de la luz prendida en el firmamento bonaerense. Muchas veces es su propia luz la que guarece de la oscuridad de un mundo más y más atormentado. Pero siempre suenan melodías fundamentales, tristes e indómitas que atraen a los cuerpos a conectar con su propio tiempo. A interpretar ciertas singularidades algo convencionales al contexto.
La madrugada arrastra a los cuerpos y los aleja de la sombría pesadez del día, donde el esfuerzo por mantenerse en pie es apoteósico. La madrugada nos cuenta la historia de la calma y, ¿no es, acaso, ese el cuento que queremos oír al dormir?
Entonces, en el silencio de la noche y observado por miles de insectos obnubilados por la luz, envió algunos mensajes que se interpretaron como señales de vida. Se detuvo a esperar su último transporte y removió una chapita de metal con sus zapatillas algo sucias por la tierra mojada adherida a las baldosas, y mientras movía el objeto convertido en basura, los capítulos de su vida se mostraron otra vez como una epifanía. Así lo supo: su cuerpo lo había abandonado.
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Elías Brizuela
Escritor, periodista y fotógrafo. 28. Me dedico a la comunicación pero escribo por la necesidad de mi alma por contar las otras historias, los otros sentimientos.
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