Hoy, 18 de septiembre, Chile se viste de fiesta. El aire se impregna de cuecas, de aromas a asado y vino, de banderas ondeando al viento, orgullosas de una patria que celebra su independencia. Sin embargo, en medio de esa algarabía, se comenta la fecha reciente y cercana del 11 de septiembre, un día que marcó la historia no solo de Chile, sino de toda América Latina. Recordarlo no significa empañar la celebración, sino comprender que la memoria y la fiesta son dos caras de una misma identidad: la de un pueblo que no olvida.
Algunos califican aquel día de 1973 como “la liberación del yugo marxista y de la Unidad Popular”, y otros lo nombran como “el inicio de una de las etapas más oscuras del país”. Ambas lecturas conviven hasta hoy, disputándose la verdad en el espacio público y en las memorias privadas de las familias. Yo, que soy extranjero, podría guardar silencio, alegando que no tengo derecho a emitir juicio sobre lo ocurrido en esta tierra. Pero la historia de Chile no me es ajena, pues dialoga con la de mi propia patria y con la de toda América Latina, que ha visto repetirse golpes, dictaduras, resistencias y esperanzas. Por eso me atrevo a comentar, no con ánimo de herir ni de abrir un debate áspero, sino con la convicción de que la memoria es un deber colectivo.
Para los sectores populares y de izquierda, Allende encarna aún hoy la dignidad, la democracia y la resistencia frente al imperialismo. Su figura es la de un hombre que creyó en la posibilidad de transformar la sociedad sin abandonar los cauces democráticos, de abrir un camino original hacia la justicia social. En cambio, para sectores conservadores y liberales, Pinochet sigue siendo recordado como “el salvador de Chile frente al comunismo”, el hombre que, a sangre y fuego, instaló el modelo neoliberal que hasta hoy organiza la vida económica del país.
No obstante, aunque es innegable que bajo su régimen se modernizó la economía, no se puede —ni se debe— negar el precio humano de esa transformación. Los crímenes de la dictadura no pueden relativizarse bajo el argumento del progreso. Los muertos, los desaparecidos, los torturados y los exiliados no son simples números: son heridas abiertas en la memoria de las familias y de la nación entera. Perdonar es recordar sin dolor, dicen algunos. Pero frente a los verdugos de un régimen que sembró el terror, no cabe el perdón, porque la justicia incompleta no sana, y la negación solo perpetúa la herida.
Por eso, conmemorar el 11 de septiembre no es cuestión de izquierdas o derechas; es cuestión de humanidad y de memoria. Los pueblos que olvidan sus tragedias están condenados a repetirlas. Recordar no significa vivir anclados en el pasado, sino mantener encendida la luz que advierte sobre los riesgos de perder la democracia, sobre lo frágiles que son las libertades cuando se justifican en nombre del orden o del mercado.
En este día de independencia, en que Chile celebra su libertad frente a cadenas coloniales, también corresponde recordar que la democracia fue arrebatada una vez, y que esa herida no debe volver a abrirse. El deber de quienes habitan esta tierra, y también de quienes la observamos desde fuera, es transmitir a hijos e hijas el valor de la memoria y la dignidad humana. Solo así, desde la verdad y la memoria compartida, puede construirse una sociedad más justa, donde la fiesta no oculte la historia, y donde cada septiembre, entre empanadas y guitarras, también recordar a aquellos que ya no podrán celebrar con nosotros.
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