Sumergido en la oscuridad de la cubicular bodega, soportaba las zarandeadas del navío. Podía oír los gritos de desesperados marineros sobre mí, corriendo de un lado a otro. Palpé con mis manos baúles y arcones que me rodeaban, apilados y atados con correas de las que me asía tenazmente.
Una violenta ola arremetió la embarcación y mi agarre no soportó. Salí despedido contra el muro trasero; detrás de mí, llegó mi hombro. Un súbito frío recorrió mis piernas extendidas; el océano se abría paso a través de una perforación del casco, expandiendo su caudal a un ritmo alarmante. Intenté ponerme de pie, mas un resbalón me devolvió a mi lugar.
El agua alcanzaba ya mi cintura y sus sacudidas abatían mi rostro. Me urgía gritar, pero pedir ayuda significaría, inevitablemente, regresar. El agua pareció entenderme; con una embestida, forzó la puerta hacia fuera. Lanzando ciegos manotazos, logré levantar mi cuerpo con el brazo que aún obedecía. No sin esfuerzo me puse de pie, triunfante. La correa que aferraba cedió. Mi cabeza golpeó el muro; detrás de ella, llegó el arcón.
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