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La ilusión ideológica y el poder silencioso del capital

Oct 10, 2025

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Quizás una de las grandes ficciones del mundo contemporáneo sea la creencia de que las ideologías siguen cumpliendo una función emancipadora. En apariencia, vivimos rodeados de opciones: banderas, consignas, discursos, causas, identidades. Se nos ofrece un abanico de posiciones posibles desde las cuales afirmar nuestra individualidad o nuestro compromiso político. Sin embargo, esa multiplicidad de voces no necesariamente implica pluralidad real. Más bien parece operar como una pantalla, una puesta en escena donde el sistema se representa a sí mismo como abierto y democrático, mientras en su fondo reproduce una estructura cerrada, monolítica, gobernada por el poder económico.

En este sentido, podría decirse que las ideologías se han vuelto el lenguaje de la distracción. Son los espejos donde el sujeto cree reconocerse, sin advertir que su reflejo es producto de un orden que ya lo ha pensado antes. Marx llamaba a esto “falsa conciencia”, pero en la era global la falsedad se volvió innecesaria: ya no es necesario mentirle al sujeto, basta con saturarlo de discursos, con ofrecerle la sensación de elección. La ideología, en su forma posmoderna, no reprime; seduce. Promete libertad mientras la administra.

La clase dominante, en cambio, no necesita ideología en el sentido tradicional. No porque carezca de creencias, sino porque su creencia ya está encarnada en el mundo mismo. Su ideología se confunde con la realidad: es el mercado, el cálculo, la competitividad, la propiedad. Esa naturalización es su triunfo más profundo. Como decía Gramsci, el poder hegemónico no se impone por la fuerza, sino cuando logra presentarse como “lo que simplemente es”. Allí radica la sofisticación del dominio contemporáneo: en su invisibilidad.

El concepto de libertad también ha sido vaciado y reconfigurado. En el marco neoliberal, la libertad se ha reducido a la capacidad de elegir entre opciones prefabricadas, a consumir, circular y competir. Es una libertad sin sustancia, una libertad domesticada. Byung-Chul Han observa que el sujeto actual ya no es oprimido por un “deber”, sino impulsado por un “poder”: puede producir, puede mostrarse, puede elegir. Pero esa expansión aparente del poder individual oculta una nueva forma de servidumbre, más eficiente porque se vive como placer.

El dinero, en este esquema, no es solo una herramienta económica; es una ontología práctica. Lo que no puede ser cuantificado carece de existencia plena. De allí que las ideologías “alternativas” —incluso las críticas— se integren con facilidad al mercado simbólico. El sistema necesita de esas diferencias para mantenerse vivo: se nutre de la diversidad que dice permitir. El antagonismo se convierte en estética; la rebeldía, en consumo. Todo puede ser asimilado, porque todo puede ser vendido.

La globalización consuma este proceso. Ya no existe un “afuera” desde donde pensar la ruptura. El capital se vuelve un horizonte total, un lenguaje universal que traduce todo a su gramática: la del beneficio, la eficiencia, el crecimiento. Y en ese orden global, los Estados-nación pierden su capacidad de decisión, sometidos a la lógica de corporaciones y organismos financieros que dictan las condiciones de lo posible. Como advirtió Foucault, el poder moderno no necesita prohibir: basta con producir la realidad misma en la que los sujetos existen.

Así, lo ideológico se ha vuelto una suerte de teatro de sombras. Se nos permite discutir sobre causas, moralidades y pertenencias, mientras el verdadero escenario del poder permanece fuera de toda deliberación pública. Y aunque parezca un gesto cínico reconocerlo, la intención de esta crítica no es el desencanto, sino la recuperación de la lucidez. Porque comprender que la libertad que se nos ofrece es apenas un simulacro puede ser el primer paso para imaginar otra, una que no sea otorgada, sino creada.

No hay emancipación posible sin tocar el núcleo del poder: la distribución del mundo. Y mientras ese núcleo permanezca en manos de quienes no necesitan enunciar su ideología —porque ya la habitan, porque la confunden con la realidad—, toda disputa simbólica seguirá orbitando alrededor de una ausencia. Quizás, entonces, el desafío contemporáneo no sea elegir otra ideología, sino desarmar la ilusión de que elegir basta.

Yuliana Davico

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