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La idealización de un corazón

celine

Dec 19, 2025

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La idealización de un corazón
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Ella siempre había amado a alguien que no existía.

​No era un fantasma, ni un recuerdo borroso, ni un rostro arrancado de algún sueño ajeno. Era una figura tejida con los hilos más íntimos de su mente: una presencia que solo respiraba cuando ella cerraba los ojos y le permitía vivir. Tenía todas las cualidades que anhelaba, todas las piezas que nunca había encontrado en nadie más. Y, aun así, ese ser perfecto estaba condenado a no materializarse jamás.

​Lo sabía. Lo había aceptado. Pero aceptarlo no significaba dejar de desearlo.

​Había noches en las que se quedaba mirando el techo, preguntándose si era cruel amar algo que no tenía forma fuera de su cabeza. Se preguntaba si desear lo imposible también contaba como un pecado silencioso. Porque ese reflejo ideal —su creación, su espejo, su único consuelo— siempre respondía como ella esperaba, siempre encajaba, siempre brillaba con una intensidad que los seres de carne nunca alcanzaban.

​A veces, el pensamiento la golpeaba con fuerza:

¿Es egoísta moldear a alguien? ¿Pretender que un humano real se ajuste al fantasma que ella misma inventó?

​La idea la repugnaba tanto como la tentaba.

​Porque, al final, ¿qué es el amor sino una selección casi cruel de lo que queremos y no queremos aceptar? ¿Acaso no es un poco humano querer que el otro encaje con nosotros? ¿Acaso no es natural soñar con alguien que no exista aún? Pero ella… ella sentía que, si cruzaba esa línea, si intentaba fabricarse un amor real con las mismas reglas con las que fabricó a su reflejo, perdería algo esencial de sí misma.

​Por eso se volvió renuente, casi alérgica al roce.

​La palabra amor le raspaba por dentro como un recordatorio de lo que no podía tener sin destruir lo que era. Y así, mientras los demás se tomaban de las manos y se besaban sin miedo, ella observaba desde lejos, como quien mira un desfile del que no planea participar. Veía las parejas pasar frente a ella: risas, caricias, miradas que parecían encender el mundo. Y lo único que podía hacer era respetar su distancia.

​Mientras tanto, su reflejo seguía allí, tan ideal como siempre. Una figura que jamás cuestionaba, que jamás se rompía. Una presencia que se moldeaba a su pensamiento… hasta que un día se dio cuenta de que ese reflejo también se desgastaba. Que no era eterno. Que incluso la imaginación más fértil tenía límites.

​Y ese descubrimiento la golpeó tan fuerte que, por un instante, casi se permitió desear algo nuevo:

no que alguien fuera idéntico a ese reflejo, sino que alguien lograra captar su atención de manera diferente, inesperada, profundamente humana.

​No lo decía en voz alta. No lo admitía ni en sus diarios. Pero la verdad se deslizaba entre sus latidos: quería que alguien la viera. No la sombra, no el ideal, no la versión perfecta que ella misma había inventado: a ella. Con sus dudas, con sus esquinas, con su forma de ver el mundo como si todo fuera un poema triste a punto de incendiarse.

​A veces fantaseaba con la idea de que el universo, si quería, podía jugarle una broma. Que podía enviarle a alguien construido a medias, extraño, imperfecto, inesperado… alguien que no fuera su reflejo, pero que aun así la tocara donde más dolía. La posibilidad la asustaba, pero también la mantenía viva.

​Porque había algo profundamente irónico en su deseo:

quería a alguien que no se pudiera controlar,

alguien que la sorprendiera en cada esquina,

alguien que la contradijera

y aun así la mirara como si fuera suficiente.

​Quizás, pensaba en los días más suaves, ese alguien existiría.

Quizás estaba lejos.

Quizás aún no había cruzado su camino.

O quizás ya la había visto sin que ella se diera cuenta.

​Y sin embargo, no se desesperaba.

No corría detrás de nadie. No se humillaba ante la idea del amor, ni la perseguía como una urgencia. Solo seguía observando, silenciosa, paciente, llevándose en el pecho ese deseo casi secreto de que el universo le devolviera algo que pudiera amar sin destruirlo por la idealización.

​El reflejo seguía allí, esperándola cada vez que cerraba los ojos. No se quejaba. No pedía nada. Era la representación más pura de lo que ella creía merecer.

​Pero en las noches, cuando la ciudad dormía y ella quedaba sola con sus pensamientos, una esperanza tímida tocaba a su puerta:

​Quizás algún día, por fin, encuentre a alguien que, sin ser su reflejo, la haga sentir que lo imposible no es amar, sino idealizar.

Alguien que no sea perfecto, pero sí suficiente.

Alguien real.

Alguien que, por fin, la toque con una mirada que no venga de su propia mente.

​Y con esa posibilidad, seguía caminando. Manteniendo la fe, incluso cuando decía que no la tenía.

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celine

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