No hay sílaba que florezca,
ninguna flor de la lengua
que lave este sabor a ceniza,
este deseo mineral de tu fin.
En la noche, tu muerte me visita,
un espectro familiar en la negrura.
Y tiemblo, larva que nunca fui,
ante el monstruo parido de mis entrañas.
La bilis es un río desbordado,
y en su cresta, mis sombras danzan,
sin el velo del arrepentimiento.
Entraste como una ladrona de aire,
creyéndote derecho de ruina.
Tu delirio, crisálida vacía,
es tu cruz, tu sudario tejido en vano.
No hay voz de cable que suture la herida,
la llaga abierta de tu osadía.
El mapa del mundo es un círculo estrecho,
y en cada punto, mi sombra te aguarda.
Verás mi rostro en la pupila ajena,
detrás del fino temblor de tus párpados.
Mi nombre será el insecto en tu oído,
el susurro helado de la nada.
Habitaré tu cráneo, inquilina tenaz,
hasta que exhales mi nombre en la renuncia,
hasta que tus dedos dejen de arañar
lo que nunca fue tuyo: mi silencio, su recuerdo.
Estoy rota, descosida, un laberinto febril.
Ignorás la extensión de mi locura,
el filo oscuro de mi desconocimiento.
La bondad fue una máscara de yeso,
la docilidad, un sudario prematuro.
La sororidad, un eco hueco.
Me ataste a tu sombra, ahora te enlazo a la mía.
Y en esta danza macabra, no habrá sueño.
Seré la polilla negra en tus noches,
la pesadilla que te nombra y te devora.
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