Vi al árbol
parir una hoja.
No caerla,
no soltarla,
sino empujarla hacia el mundo
como quien sabe
que ha llegado el momento.
Y me pregunté:
¿en qué se convierte una hoja
cuando deja de ser
lo que fue?
¿Se hace tierra?
¿Basura?
¿Un arte olvidado?
¿Un poema que nadie lee?
¿Quién eres, hoja?
¿Qué fuiste?
¿Qué serás?
El viento respondió,
no con palabras,
sino con un temblor en mis hombros:
Sigue.
Muévete.
Incomoda al mundo.
Suspira y exhala.
Rómpete un poco.
Vuélvete loca.
Envejece sin miedo.
Y si no sabes quién eres,
que al menos te haya tocado el sol.
Que tu verde
haya sido
verde.
Yo fui esa hoja.
La que entendió que era hoja
de un árbol inmenso,
de raíces ocultas
y ramas infinitas,
cercado por una enredadera
como muro blando,
como límite amable
frente a esta casa
donde escribo.
Y me pregunto:
¿Quién decide lo que somos?
Tal vez nadie.
Tal vez solo yo
pienso que soy la hoja.
Y eso me basta.
Y eso no admite juicio ajeno.
Porque ser hoja
es saber que un día
serás tierra,
y quizás poema.
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