Sobre la ilusión de los mamíferos de Julián López.
La espera. Los domingos. La intimidad. La certeza de que el tiempo nunca es suficiente cuando algo hermoso se duerme en los brazos porque impregna la memoria de un perfume inolvidable. José Pacheco escribe: los paraísos duran un instante. Nada, ni siquiera el hallazgo, tiene mayor plenitud que lo que se sabe efímero. La paradoja del ouroboros. Lo que los franceses llaman le petite mort: el orgasmo.
En el mito griego, Ícaro fascinado por la belleza del sol vuela hacia él enardecido por el deseo de habitar el fuego. Aún sabiendo que no habrá retorno. El precio de la satisfacción del deseo no es la caída; sino la tragedia de saber que aquello que se quiere profundamente, no puede ser sostenido en el tiempo.
Las interpretaciones a menudo giran en torno a la desobediencia, y no a la desgracia de la impermanencia. El sol, metáfora del objeto de amor, no puede quedarse en las manos de forma permanente. Borges lo sabía: la intensidad es una forma de eternidad. Aquello que se adora, adormece la tiranía de Cronos. Algo, por minúsculo que sea, puede desatar el testimonio de los sabios: el lenguaje; la verborragia interna.
Un segundo descripto en la danza de los símbolos, puede volverse una hora. Algo intenso, por pequeño que sea puede durar para siempre. Un poema, como un mantra, vuelve a vivirse cada vez que es leído. Adquiere por tanto, la forma de la eternidad. Susumu Tonegawa descubrió que los recuerdos pueden generar anticuerpos cuando acarician la memoria. Apenas una imagen, activa efectos bioquímicos y genera la sensación de plenitud de cuando fueron vividos.
El poema como abstracción de algo hermoso es por defecto un anticuerpo. Algo que funciona como antídoto. Quien escribe como quien lee, lo que busca es el consuelo. Ser acariciado nuevamente por la belleza.
Lo que muchos intérpretes de la mitología griega deducen como arrogancia o desmesura en el mito de Ícaro, no es una decisión. Es una consecuencia dispuesta a pagarse por habitar la coherencia. Hay un magnetismo inevitable que se desprende del hallazgo inesperado y que se sabe de manera inmediata, que se quiere. Ser consecuente con el deseo tiene un costo. Leila Guerriero escribe sobre el significado de “jugar con fuego”. No relaciona la metáfora con la insolencia o el capricho, sino con algo más profundo: estar dispuesto a tomar riesgos. Hacerse cargo de lo que deviene de querer algo con todo lo que involucra. Respetarlo. No sugiere que quien se acerca al fuego encarna la soberbia o elige el egoísmo. Sabe que habrá consecuencias. Y por eso advierte que jugar con fuego no es para todos.
¿Cuánto tiempo se puede habitar la prudencia hasta que empiece a asfixiar?
No se puede evitar la satisfacción ni regular la urgencia. No se puede disimular el interés cuando algo se devora tú atención. ¿Quién desobedece la inercia del deseo? si la atracción no pide permiso.
Quien no vió la imagen del fuego fundiendo los metales, no va a entender nunca lo que es pararse cerca de alguien y saber que aunque hubiera escapatoria, no querrías irte. Siempre elegimos por qué ser devorados. Que es la forma en la que también elegimos entregarnos a algo. Cortázar también lo sabía: Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella, la eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.
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