Estaba debajo de él. Un pequeño hilo de agua babasónico subía y bajaba mientras lo agarraba de las muñecas contra el suelo y su abdomen contra el abdomen. Cristian luchaba por liberar sus manos pero sus muñecas cada vez le dolían más y con espasmos giraba su cabeza para que ese hilo salival no le chorreara contra su rostro. Sus gemidos no eran muy ruidosos, no quería llamar mucho la atención porque le daba vergüenza que lo vean perder jugando a las luchas contra Joaquín. El sentía como los muslos de Joaquin se balanceaban contra su abdomen mientras el hilo de baba subía y bajaba y sacudía su cintura apoyada en el suelo para liberarse de su amigo aunque sin mucho éxito. Joaquín sabía que tenía que mantener cierto equilibrio para que esa hebra de saliva no se rompiera, no le fascinaba escupir y que el gargajo saliera de forma violenta y que se estrellara contra el cuerpo de Cristian, sino que quería hacerlo de forma sutil, quería depositar su saliva, no quería que impacte sino que se posee en ese accidente precioso que era el rostro de Cristian. Sabía que no iba a poder elegir el lugar particular de la cara pero tenía la certeza que para que no se cortara debía apoyarse como si fuese un peso muerto sobre la ingle de su amigo para sostener el equilibrio exacto. Sin embargo, el equilibrio nunca es quietud sino saber en qué preciso momento tirarse al precipicio y volver inmediatamente.
Sin embargo, los equilibrios nunca le fueron propios a la humanidad. Joaquín desde las alturas contemplaba por primera vez el rostro de su amigo. Lo invadía una sensación incontrolable de arrumacos tiernos pero, indefectiblemente, entendía que por cada caricia lujuriosa detrás había una caníbal. Esa sensación disímil de ver la belleza y la ternura juntas y querer romperlas.
Joaquín tuvo el instinto de la intuición. Se había percatado en el movimiento equilibrante contra la ingle de su amigo que necesitaba absorber completamente esa belleza. Miró ese rostro encantador con sus ojos verdes punzantes y no pudo más que llenarse de él. Había un impulso de necesitar atesorarla. El vacío existencial adolescente puede ser un incontrolable agujero individualista y negro y exije ser llenado. El deseo posee la partícula inaugural más mínima del totalitarismo y se siente rico. Necesitaba devorar.
Cristian se supo una presa, un sumiso. Lo había percibido en los ojos de su amigo. Imaginó todas las dimensiones posibles donde compartían gran parte de su vida; en una compartían toda su vida como enormes amigos y sus familias pasaban las navidades juntas; en otra se habían dado cuenta que querían compartir las caricias, las miradas y los besos pero sin tener hijos; en una más lejana se rencontraban en un un geriátrico y cuando la amnesia senil no atacaba recordaban sus experiencias de jóvenes; en alguna otra Joaquín moría ejecutado a quemaropa por algún motochorro.
Cristian vió que tanto la saliva como el rostro de su amigo se acercaban Simuló que lo tomaba de imprevisto y dejó sus labios semiabiertos. El hilo de baba penetró perfectamente el pequeño orificio y luego, los labios chocaron y luego, las lenguas. Fueron no más de cinco segundos donde hubo un destino de amor, donde todas las dimensiones en algún momento se encontraban. Joaquín acarició con su lengua la de Cristían de la forma más tierna para luego aprisionarla con sus dientes incisivos. Hubo un gritó de dolor y una degustación extasíada. Intentó sacarselo de encima con todas las fuerzas de sus brazos. Le había quitado la palabra y solo tenía el grito prehistórico. Mientras los ojos de Cristian despedían lágrimas por el dolor y por no poder comprender lo que estaba sucediendo, Joaquín en un orgasmo de poder necesitaba más. Se avalanzó nuevamente y mordió un pedacito de pómulo porque necesitaba saborear a su amigo. El horror era un rostro y mientras lo miraba le generaba cada vez más ternura y le urgía una necesidad de destrozarlo y hacerlo suyo.
No hubo mucha resistencia.
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