La Grinch de la Navidad

Odio la navidad. No, en realidad no la odio, sino que no significa absolutamente nada para mí. ¿Regalos?¿familia?¿comida?¿bebida? Ya me aferré más de una vez a cualquier promesa tácita que me haga atravesar la noche sin pensar demasiado y el experimento siempre falló.

Tal vez sea que el concepto de familia unida ya me lo derribaron hace muchos años y ahora todo lo que veo con mis lentes críticos de realidad social sea mandato.

Quizás sea que los regalos me aburren, aun recibiendo algo que me guste, me ofenden con sus ofrendas poco pensadas entregadas mutuamente con lo que para les demás es mucho esfuerzo y para mí es aceptable.

Comida abundante, ni deliciosa, ni amorosa, ni nada, llenando los buches complementariamente al contexto. Comer por comer, sin sentido y sin ni un atisbo de felicidad.

Bebidas que están por estar y ya no me pegan cuando la estoy pasando mal, que igual bebo anhelando un sentimiento mágico de paz, de animosidad contra mi propia expectativa, de por fin encontrar la solución al problema de la resaca social.

Pero no. Y no es una noche más tampoco. Es la noche que cada año, en los últimos tal vez 20 años o incluso más, perdí la cuenta, desearía no tener que atravesar. Es la fecha en la que me choca de frente el tren de las tradiciones familiares como si eso significara algo. Es la jornada en la cocino con hartazgo comida que nadie sabrá apreciar porque esta hecha de obediencia y culpa para intentar pertenecer a lo que no deseo. En la que ya no poseo ganas de pensar un vestuario que pegue con mi condición antisocial.

Es la noche en la que espero a las 00 hs, ya no para que venga Papá Noel y me traiga algo que seguramente ni pedí, sino en la que espero que me lleve, que me dé el visto bueno de que ya cumplí y puedo irme a mi casa a dormir.