La grieta como espectáculo: cuando el poder real no necesita máscaras
Jul 9, 2025
Vivimos atrapados en un juego de espejos. Un escenario montado con precisión, donde los bandos parecen enfrentados, pero el guion es compartido. El relato kirchnerismo versus anti-kirchnerismo funciona como una forma de tetro político: una ficción sostenida desde los medios, los partidos, y gran parte del aparato estatal, que reduce el pensamiento a una lógica binaria. A primera vista parece un conflicto ideológico; en el fondo, es una estructura de distracción.
La llamada "grieta" no es síntoma de un debate social genuino, sino una puesta en escena que organiza subjetividades, capta adhesiones, canaliza frustraciones y, sobre todo, mantiene el poder real fuera del foco. No hay discusión profunda sobre estructuras, ni cuestionamiento al orden establecido. Hay ruido. Mucho ruido. Y ese ruido tapa lo verdaderamente inquietante: que el sistema funciona -no a pesar de las injusticias, sino gracias a ellas-.
Cuando se analizan las redes de trata de personas, pedofilia o narcotráfico, suele hablarse de "corrupción", como si se tratara de excepciones al orden democrático. Pero no. Esas redes no son un margen, son centro. No representan una falla del Estado, sino una de sus formas más eficaces de sostener poder, control y negocio. El Estado no solo habilita estas estructuras criminales, sino que muchas veces las gerencia, las protege y se alimenta de ellas. La connivencia entre política, fuerzas de seguridad, justicia y crimen organizado no es ocasional: es estratégica.
En ese entramado, las elecciones se convierten en simulacros de decisión. No importa quién gane, si el sistema permanece intacto. La "alternancia democrática" no interrumpe la continuidad del poder, apenas cambia las manos que administran el mismo orden. Lo que se elige cada cuatro años es quien hará de gerente de la máquina: quién regulará el sufrimiento, quién aplicará los ajustes, quién controlará los cuerpos bajo la apariencia de legalidad.
Los medios de comunicación, lejos de ser fiscalizadores del poder, forman parte del dispositivo. Actúan como sostenes del relato hegemónico, construyen figuras, cancelan otras, administran el miedo y la indignación. Incluso cuando algunos de sus referentes, como Jorge Lanata, admiten que la grieta fue una invención útil, lo hacen sin alterar la lógica del show. Lo dicen como una revelación menor, cuando en realidad están confesando que la política es espectáculo, y que ellos -como voceros privilegiados- son parte de la dramaturgia.
Desde esta mirada, hablar de ideologías, de democracia o de participación suena ingenuo, cuando no cómplice. El poder no se juega en la superficie del discurso público, sino en los acuerdos de fondo, en las zonas liberadas, en la impunidad estructural que protege negocios ilegales que atraviesan todos los sectores. La política formal ya no gestiona proyectos de transformación: gestiona el desgaste, administra el conflicto, canaliza el hartazgo.
No se trata, entonces, de elegir bandos, ni de rescatar una supuesta "esencia" de lo democrático. Se trata de ver que el enfrentamiento que nos venden es parte del mismo sistema que produce exclusión, explotación y muerte. La grieta no divide el país: lo mantiene unido en torno a una mentira. Y mientras seguimos discutiendo entre "unos y otros", el verdadero poder -el que no da entrevistas, el que no se elige ni se vota- sigue intacto, afilando sus dientes en silencio.
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