En la plaza hedionda donde el asfalto arde
bailan los niños rotos, con ojos sin jardín,
bajo el neón difunto que escupe su estandarte
sobre un dios sin cruz, ni forma, ni porvenir.
Allí me arrastré, vergüenza hecha de carne,
con los labios manchados de veneno y ritual,
buscando en las sombras un alma que se abrace
a mi fiebre sin tregua, a mi insaciable azul.
¡Eras vos, virgen sin voz ni infancia!
que al rozar mis huesos con tu piel de alquitrán,
me dejaste un eco de violencia y fragancia
como un beso robado por la noche al Satanás.
Tus dedos sabían a “gillettes” y ambrosía,
tus caderas danzaban el réquiem del placer,
y me diste tu risa como fosa vacía
donde arrojé mi nombre, mi madre y mi deber.
Los muros, cómplices de la rutina impura,
se burlaban del alba, del pudor y del bien.
En tu lecho aprendí que la ternura
es un mito barato que sangra en un antro de placer.
¿Y qué me queda ahora, si no esta gangrena
de recuerdos febriles que muerden sin razón?
Cada jadeo tuyo me talló en la condena
de ser un ángel sucio sin fe ni redención.
¡Cuánto amé en tus mentiras la verdad más honda!
Tu desprecio era canto, tu silencio un festín.
Porque al mundo le ofende quien ama a las sombras
y ofrece su delirio por tan solo un latir.
No eras pura, no eras bella, no eras dulce,
pero eras mía en la miseria del amor.
¡Y eso basta! grité, al caer en tu eclipse,
como cae el poeta que se sabe traidor.
Ya no hay fuente, ni danza, ni patio, ni esperanza.
Sólo un cuerpo vencido, un corazón en sal.
Y un poema maldito que entre espasmos avanza
como un réquiem de siglos por la infancia inmoral.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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