La frontera
La calle trasera de mi apartamento en Madrid es similar a una frontera. Un límite imaginario que divide dos mundos totalmente diferentes en una misma ciudad. Nuestra casa está en la zona «bien» de un barrio madrileño dominado desde los años setenta por familias de militares. En los bloques de apartamentos, básicamente, viven sus herederos y sus heredadas formas de pensar, de creer y de manifestarse de manera general. Al otro lado, divididos por esa frontera imaginada que se traduce en una calle, hay otro tipo de barrio, uno mucho más popular, anárquico y real. Un barrio predominantemente obrero y calado de inmigrantes latinoamericanos, en su mayoría colombianos, ecuatorianos y peruanos. Allí la música a todo volumen —con sabor latino—, los gritos entre vecinos y el olor a una enorme variedad de especias hacen de sus calles un lugar animado y vivo. Siempre me ha llamado la atención la diferencia real que existe en tan pocos metros de distancia; los modos de vida tan polarizados que pueden coexistir en un mismo distrito de la ciudad donde cada uno enarbola su manera de creer y de vivir. En estos tiempos de pandemia, de días y noches centrados en el miedo y la desesperanza, el simple y social episodio de salir exactamente a las veinte horas a los balcones y ventanas a aplaudir desinteresadamente a nuestro personal sanitario y de servicios, ha sido un soplo de vida en medio de toda esta crisis humanitaria.
Justo hoy llevamos cuarenta y nueve días de encierro, durante los que todos los estratos sociales de ambos barrios han salido a alabar merecidamente a nuestros héroes anónimos, igual que en el resto de la ciudad. Mi apartamento tiene vistas por el fondo al «barrio latino» y por la parte lateral al barrio «bien». Por alguna rara coincidencia, siempre he terminado saliendo a aplaudir a la parte trasera y día tras día veo a mis desconocidos vecinos practicar animadamente el gesto solidario. Me divierte ver a la joven española con su chico de origen latino o africano que pone Resistiré en su pequeño altavoz generando un clima tan positivo y animado que da envidia. En el piso de arriba de ellos, un par de graciosas ancianas ríen festivas y se suman al jolgorio moviendo sus blancas cabecitas, como queriendo abarcarlo todo detrás de sus enormes gafas.
A un costado, un chico latino que permanece sentado en su balcón haga frío o calor, día sí y día también, caigan chuzos de punta o no, como un autómata con la mirada fija aplaude parsimoniosamente como si su cuerpo estuviese lejos de toda esta realidad.
Ayer, cuando había terminado de aplaudir, me acerqué a la parte lateral de nuestro apartamento y pude ver los últimos segundos del homenaje de mis vecinos más cercanos en espacio. Esos mismos que cada día me encuentro en el portal, a la salida de la pequeña plaza que une los tres bloques de apartamentos. Allí donde juegan sus rubios y bien vestidos niños, por donde pasean y apenas saludan manteniendo bien en alto su orgullo y su nariz, el mismo sitio donde apenas dirigen la mirada a una pareja de gais, uno de ellos latino. Yo intento no hacer caso a esa actitud, aunque realmente no me siento nada cómodo en un barrio así. Pienso que la vida quizás me intentaba decir algo al traerme a vivir a estos predios.
Pero ayer ocurrió algo diferente. A través de las ventanas de nuestro salón pude ver, junto a sus banderas españolas en el balcón, muchas caras de gratitud, de júbilo, de alegría por poder disfrutar de ese momento tan humano, tan normal a pesar de todo. Quizás, cuando terminen, después de cerrar sus ventanas, algunos sigan creyendo ciertas y retorcidas ideas —desde mi punto de vista—, pero, a pesar de ello, no pude más que alegrarme de que, al final, todo lo que importa es la humanidad que nos identifica. Prefiero pensar en todo lo que nos une y no en lo que nos divide. Que esta triste realidad nos ha puesto a todos al mismo nivel, nos ha hecho tan falibles y mucho más vulnerables de lo que siempre hemos querido creer. Que no debería importar la ideología, aún menos la política —ese juego tan arduo y carente de humanidad—, y sí la capacidad que tiene el ser humano para sobreponerse a las dificultades, permaneciendo siempre juntos y generando empatía hacia los demás.
Entonces, esta tarde creo que me toca acercarme a la parte «bien» de mis conciudadanos, verlos más de cerca, por más tiempo. Intentar hurgar en sus miradas, identificarme con ellos y quizás ellos conmigo; abrir los brazos y generar empatía, provocar aplausos, buscar la manera de crear lazos que nos conviden a ser parte de este mundo tan precario y bello que merece ser vivido.
Yom Hernández
Aquí un licenciado en Historia, loco por la literatura que lee y escribe pertinazmente. Mi primer libro Memorias de un confinamiento se puede buscar en www.edicionesatlantis.com.
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