Cada noche me toca ser otro. No es que lo elija —al menos no que yo recuerde—, pero apenas cierro los ojos, algo me arroja al cuerpo de un marinero que escupe sal y fuma tristezas en altamar. O me despierto en medio de la madrugada con los pechos llenos y un bebé que llora con mi mismo nombre, aunque yo nunca haya parido ni sabido cómo se cambia un pañal.
A veces soy un ladrón, uno torpe, condenado a huir por pasillos sin salida, con la certeza de que no hay escondite para alguien que ya se robó a sí mismo.
Y lo raro —lo verdaderamente raro— es que esos sueños no se me disuelven al despertar. Al contrario: se me quedan pegados como una fiebre lenta. El mundo de este lado se va volviendo más ajeno, más pálido, como si cada día la vigilia se oxidara un poco más.
Mis sueños duran más que un poema, menos que la vida. Lo suficiente para que duela cuando se van.
Hasta que hoy no me desperté.
Y en otra cama, en otra ciudad que me suena extrañamente familiar, con un idioma que casi entiendo, abro los ojos y digo —sin saber a quién ni por qué—:
—Al fin.
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