Hoy veo la felicidad. No quiere decir que sea infeliz, no. Yo soy una persona risueña -aunque demasiado reflexiva; en exceso diría yo- y a menudo mi consciencia se deja llevar por la pena amarga en la que el mundo se encuentra sumergido, pues es imposible la felicidad plena en esta urbe. Mi mensaje no difiere de mi pensamiento, pues a pesar de que la alegría embarga mi corazón con cierta dulzura cruel, soy consciente de la irrealidad de la misma, pues, ¿Cómo se es feliz en un mundo donde la muerte, la enfermedad, el hambre, la guerra, la malinterpretación de la religión -sin ser yo un seguidor de la misma-, el dolor natural que nace en el humano y una larga lista más, campan a sus anchas?
Ya he hablado sobre como la razón es el final, irónico, de nosotros los humanos; pero no se puede evitar hablar de ello cuando solamente nosotros, una especie inclinada a la destrucción, nos percatamos de estos grotescos sucesos -nimiedad para el animal que carece de intelecto- y nos angustiamos, inevitablemente, al pensar sin ligerezas sobre ello, pues como no ha de ser una preocupación si el destino que nos ampara es incierto y temeroso. La tierra gime en el camposanto y los cádaveres entumecidos que dieron fruto a las flores del hoy se alzarán cuándo las campanas -sonido estruendoso proviniente del averno- cruce el umbral de lo terrenal y golpee con brutalidad sobre la fría noche que sentenciará nuestro mañana.
Y no sé con certeza que pasará, pues seamos claros, soy un necio carente de razón. No hay nada más tosco que un golpe de realidad traído por tu propio ser. Creo hablar con la verdad y mi verdad no es más que una suposición arrancada de las manos de un leproso tullido que acampa en mi mente. A veces es una bella doncella; otras, sin embargo, es un compungido majara que no sabe como partir con su embarcación. Todo depende de la perspectiva, y la perspectiva estaba clara hoy. Hoy veo la felicidad.
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