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La familia es lo primero

Jun 19, 2024

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La familia es lo primero
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Verano del 2014

No estaba segura de cómo iba a sentirse. El pueblo era una mezcla de luz y oscuridad profunda para ella, había algo en el fondo de su mente que les pedía a gritos que no vuelva. A finde cuentas, no estaba contenta de volver. De dejar la civilización. De regresar a ese pueblucho abandonado en medio de la nada. Donde los pastizales olían a pis en verano y a muerto en invierno. Donde el ciclo de la vida te mordía los talones. Donde, cuando moría una mascota, nadie se ocupaba de darle una sepultura. Quedaba ahí, donde caía muerta. Si estaba muy cerca de la casa agarraban al animal y lo arrastraban unos metros, lo suficiente como para que el olor a podrido no molestara. En verano el hedor era un aviso.  Era ponerse a buscar con miedo de encontrar.

En enero nadie se iba de vacaciones “¿Para qué?” le decía la abuela Delia “¡Si tengo todo el descanso que necesito acá!”. La abuela Delia nunca había salido de la provincia. Del pueblo solo cuando una cita médica o algún trámite la obligaban ir a la ciudad. La abuela Delia nació y murió en el pueblo. Le gustaban los caramelos de chocolate y cocinaba el mejor pastel de papa del mundo. La abuela Delia no había querido que la internen, le contó su madre “Cabeza dura hasta para morirse”.

Cuando la llamó a Camila, ella estaba saliendo de una entrevista laboral. Al parecer se había despedido de todos, incluyendo hijos, nietos y bisnietos. Hasta había querido avisarle a ella, con la que solo hablaba para los cumpleaños y navidad. Los saludó a todos y les dijo que se moriría esa noche.  El padre de Camila, el hijo hombre mayor, le insistió que estaba perfecta, que vayan al médico, que no se podía ir así, tan tranquila.

Y ahora estaba yendo al pueblo. “Te voy a dejar algo importante” le había dicho la abuela “vos hace caso que es tu herencia.”

Viajó con su tío Sergio, el más chico de la familia materna. Era camionero hacía diez años y vivía en el camión hace un par menos. Camila apenas entraba en el asiento del acompañante. Corrió como pudo las cosas: la ropa, los paquetes de sanguchitos de estación de servicio, pañuelitos sucios de dudosa precedencia, plata y cajas de puchos vacías. Fumaron un porrito en la ruta, idea de él.

“Me ayuda a manejar y no dormirme” le dijo mientras recibía el mate. “Y a vos, Chinita, te va a ayudar a pasar el viaje”

Sergio era casado, pero no veía mucho a su mujer. Lo había echado hacía unos años. “Nunca tengas hijos, Chinita, las mujeres paren y enloquecen.”. No le caía mal su tío, pero hombres como él eran una de las razones por las que se había ido del pueblo hacía ya más de diez años. Cuando tenía trece años su prima Mercedes, dos años mayor, se embarazó. No importó mucho, allá era común, tampoco había mucho más que hacer en esa época. La sorpresa fue saber que el padre de la criatura era un chico del colegio, un poco más grande, unos veintitrés años, y profesor de educación física. A los nueve meses ya vivían los tres en una linda casa en las afueras.

Sergio la dejó a cuatro cuadras de lo de Mercedes, que le había pedido ayuda con los hijos. En especial con Huguito, que era el más grande. Ya era de la edad de su prima cuando lo había tenido. Camila no sabía mucho que había pasado, aún era chica, pero Huguito había nacido con problemas en la columna y a sus quince años nunca aprendió a hablar, no podía caminar, comer ni ir al baño solo.  Los demás chicos corrían por la casa, negándose a cambiarse para el servicio. Las primas charlaban en el baño especialmente hecho para Huguito al fondo de la casa. Tenía que ir y mientras Mercedes lo ayudaba Camila se fumaba un pucho contra la ventana. Intentaba no mirar demasiado lo que estaba pasando, se concentraba en el humo y la voz de su prima. Le incomodaba estar ahí mientras alguien más cagaba. Tenía miedo de vomitar si escuchaba u olía algo demasiado intenso, no entendía porque su prima la obligaba a estar ahí, como si estuviese lavando los platos o dándole de comer.

“Cúchame, seguro va Claudio, pero yo no lo quiero ni ver.”

“¿Te arreglaste de nuevo?”

“Sí, sí. Lo vieron con la Juanita saliendo de su casa, lo vio Rodrigo, y Rodrigo no es chusma, y Claudio se hace el gato.”

Rodrigo era amigo de su primo Iván, otra de las razones por las que se había ido. Rodri no, Iván.

Caminaron en silencio con los chicos a la casa de la abuela. El viento caliente les mantenía los ojos casi cerrados por la tierra que volaba. No había llovido nada ese verano.

Aún estaban lejos cuando empezaron a saludar a los congregados. Primos, primos segundos, amigos, tíos, compañeros de la primaria, todo el pueblo reunido para despedir a la abuela Delia. El féretro en el living, no se escuchaba otra cosa más que el ventilador de techo y los niños jugando por el fondo, mientras padres y abuelos les pedían silencio y respeto.

Iván no la abrazó al verla, tampoco le dio un beso en el cachete, solo le apoyó la mejilla y ni tuvo la decencia de hacer el sonido del beso. La miró de arriba a abajo y sonrió. “Se te ve bien, primita”. Sus ojos que le entregaron complicidad y burla. Con una sonrisa a medias tintas.

Camila se sintió de siete años de nuevo y se apuró por sentarse antes de saludar a Solange y al hijo de ambos, cuyo nombre no recordaba. Era igual a Iván.

Cuando comenzó la ceremonia ya estaba más tranquila. Se sentó en uno de los lugares de adelante de todo, a la derecha de su padre. El la agarró la mano y la miró con ojos rojos.

“Hola hijita.”

“Hola pá.”

“¿Estás lista? Recordá hacer caso, vos sabes.”

Un hombre, vestido con una especie de toga, pero más intrincada y brillante se presentó como El Maestro Jerónimo. Pelo largo negro, mirada decidida y una vela en la mano. La miró a Camila unos minutos y le asintió con la cabeza antes de hacer lo mismo con su padre, que si pareció entender el gesto. Éste se levantó y se aceró al cajón de la abuela Delia y lo abrió.

No se llegaba a apreciar que había dentro, por alguna razón el aroma que inundó el living no era ni a podrido ni a desinfectante: era lavanda. El Maestro Jerónimo comenzó a orar, primero fue casi un murmullo, pero a medida que se comenzó a acercar al cajón, la voz fue tomando más y más fuerza. Una sola frase, cada vez más alto.

“Carne de mi carne. Vos consumiste de la mía y yo ahora me alimento de la tuya.”

El padre de Camila le dirigió una señal a alguien al fondo y los murmullos de los niños se intensificaron para luego resultar borrados por el exterior de la casa.

“Carne de mi carne. Vos consumiste de la mía y yo ahora me alimento de la tuya.”

El Maestro Jerónimo, sin dejar de pronunciar su oración, introdujo la mano en el cajón, sacó una flor y se la entregó a su padre. Éste, agarró la mano que contenía dicha flor y la metió en su boca. La mastico despacio, mientras lágrimas caían por sus cachetes. El Maestro luego sacó lo que parecía un pedazo de carne. Camila supo que era su turno, pero quedo quieta, incrédula. Los dos hombres se acercaron a ella, expectantes, con cuidado. Las miradas de los demás estaban clavadas en ella, podía sentir su calor, pero no podía sacarle la vista de ese pedazo de carne.

¿De dónde habían sacado todo eso?

“Carne de mi carne. Vos consumiste de la mía y yo ahora me alimento de la tuya.”

La mano quedó tendida frente a su cara. Su padre le pidió que se levante, la agarró con dulzura del brazo y la obligó a hacerlo.

“¿Qué es esto, papá?”

“Es tu herencia.”

“¿Un cacho de carne?

“Carne de mi carne. Vos consumiste de la mía y yo ahora me alimento de la tuya.”

Camila supo que no pararían. Al igual que su padre tomó la mano del Maestro Jerónimo y comió. Sabía a cerdo. Ambos hombres sonrieron. Una vez que tragó el ambiente se relajó.

“Lo hiciste muy bien” las personas se le acercaban a felicitarla. La mayoría se comenzó a parar y retirarse al comedor. El servicio había terminado.

Unas horas más tarde solo quedaba algún borracho tirado por ahí. Mercedes y Huguito la acompañaban en la cocina mientras terminaba de lavar los platos. Su prima se había ofrecido a ayudarla, pero su cansancio era tan palpable que le tuvo piedad y le pidió que le cebe unos mates mientras le daba de comer a su hijo. Solange buscaba a su marido por la casa, entrando y saliendo de la cocina cada tanto para preguntar si lo habían visto.

“Esta casa es enorme y el otro idiota siempre me deja sola.”

La casa de la abuela Delia era complicada, sí. Había sido reformada muchas veces a lo largo de las décadas. Al parecer el living y la cocina eran la única parte original, las habitaciones y baños habían sido sumados y restados con las diferentes generaciones. Pasillos que no llegaban a ningún lado, ventanas que estuvieron, puertas tapiadas y habitaciones a medio construir. Es verdad que era grande, pero era más un quilombo que otra cosa.

“Bueno, al final Claudio no vino, menos mal”

“Se ubicó, te juro que si lo veía lo echaba a patadas”

“Che ¿podemos hablar un segundo de lo que pasó?”

“Claro, vos no te acordás de cuando murió el abuelo Jorge. El que comió la carne fue tu papá. Igual no eras tan chica, yo tenía trece, vos once.”

“No me acuerdo mucho de esa época, no sé por qué.”

Se giró a mirar a su prima, despacio, casi sin querer. Ésta le entregó una mirada de pena, como si supiese todo lo que pasaba y ella no. El plato con comida para Huguito cayó al piso en el momento en que Iván apareció.

“Tu mujer te busca, querido.” Ellas corrieron a limpiar el piso mientras él las miraba desde arriba.

“Sí, ya me encontró, le dije que iba a estar con el tío Manuel hablando de la herencia de la abuela.” La miró a Camila, aún desde arriba. “te dejó la casa, prima, supongo que ya lo sabes.”

“Me había dicho algo papá, pero yo no la quiero. Vivo en Buenos Aires y es muy grande para mi sola.”

“Mer, está Claudio afuera, dice que no quiere entrar para no joder pero que quiere hablar con vos”

Solange estaba en la puerta de la cocina, no miró a su marido, solo a Mercedes.

Ella solo suspiró.

“¿Les jode vigilarlo un toque?” les preguntó señalando a Huguito mientras seguía a Solange hacia afuera. Quedaron prácticamente solos en la cocina. Camila se puso a secar los platos, no era necesario, pero no quería mirar a Iván.

“Camila, comiste la carne, te quedas con la casa. Es así.”

“¿No la querés vos mejor?” Su primo estaba viviendo con la familia de Solange, aún no habían juntado el peso para construir y la cosa se ponía cada vez más difícil.

“No funciona así, prima. La abuela te eligió a vos, yo no puedo quedarme con la casa, no lo van a aceptar. Siempre discutís todo, chabona.”

Iván se paró al lado de ella. Le agarró un mechón de pelo y la miró.

“¿A que sabía? La carne, me refiero.” Bajó el tono, como si fuera un secreto.

“A cerdo, creo. No entiendo nada ¿Vos nunca lo hiciste esto?”

“No, tarada, solo lo hicieron tu papá y vos por algo.” Iván mordió el pelo de Camila, despacio.

“No me gusta que hagas eso, Iván.”

“Pero de chica te encantaba que te toque el pelo” le tironeó levemente del mechón “Qué te haces la que sos madura ahora, porteñita.”

Camila siguió secando los platos mientras su primo le mordía y tironeaba del mechón de pelo, dificultando sus movimientos. No servía de nada insistirle, ya lo sabía.

Lo siguió despacio al baño. Le dolía la panza, pero sabía que a él le daría lo mismo. Se cruzaron con algunos parientes en el camino, nadie los miró dos veces, para su sorpresa, como si no supieran que tenían que mantenerlos lo más separados posible. Ya no estaba la abuela Delia para protegerla.

Dos días después su papá y el tío Sergio se subieron al camión hacia Buenos Aires, en busca de sus cosas: volvía al pueblo.

“Che ¿Por qué no le decís a Iván que se queden un tiempo con vos? Hasta que te acostumbres a la casa, viste.”

“No se Mer, tal vez me gustaría quedarme sola, o te iba a decir a vos, en realidad.”

“Pero Claudio no va a querer, además tenemos casa nosotros, Iván no.”

Si, eso era cierto. Qué se le va a hacer. Sola tampoco iba a estar mucho mejor.

rosaura berlingieri

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