El viernes a las trece y treinta la ciudad no respira, apenas se sacude, como un animal viejo y torpe que se retuerce en las veredas, todo el mundo sale a la misma hora del trabajo, los chicos salen a la misma hora de los colegios y secundarias, todo es un quilombo. Yo estaba ahí, perdido entre bocinas y pasos ansiosos, esperando el colectivo como quien espera un alivio que tarda. La alameda parecía prometer un respiro, un hueco en el enjambre, y hasta allí caminé, con la esperanza de poder tomar más facil el colectivo, con mis auriculares en volúmen bajo, para no perderme del entorno, refugiado en esa música sutil que a veces parece sostenernos más que el aire.
Ella estaba a unos cinco metros, acaso menos: una mujer de sesenta y tantos, con una nieta que apenas rozaba la preadolescencia. No hablaban; dictaban y replicaban. La abuela, como una general cansada de tantas batallas invisibles, le enumeraba mandamientos que no venían en ningún catecismo. “Nunca esperes sola el colectivo… nunca te sientes del lado de la ventana… fíjate siempre hacia atrás, cambia de calle si algo te incomoda…”. La nieta, con esa mezcla de vergüenza y rebeldía que florece en los cuerpos jóvenes, balbuceaba, intentando imponer su actitud, un “ya estoy grande” que se disolvía enseguida, quebrado por la voz de su abuela: “Haz lo que te digo, te lo digo para cuidarte”.
Pero la voz no decía cuidado, se delataba en su tono. Decía resignación, decía cicatrices, decía manual de supervivencia. No era un consejo, era herencia. Un miedo que baja como apellido, con la misma firmeza con que se transmiten las recetas familiares o los rosarios de medianoche. Sentí un nudo en el estómago. No porque no fuera verdad, sino porque lo era demasiado.
Cuando llegó mi colectivo, me senté mirando por la ventana, esa nada llena de todo, y las palabras de la mujer siguieron vibrando como los vidrios del bus. Recordé a mi abuela, quien me crió con rigor de hierro pero que también me entregaba valores que formarían mi carácter, con su calma de mate al amanecer, repitiéndome otras frases, otro manual, uno distinto, pero dirigido a mí: “Si vas detrás de una chica, cámbiate de calle para que no tenga miedo… nunca mires de manera invasiva… si escuchas un comentario machista, denúncialo… no seas cómplice jamás”. Me lo decía como quien reza, con la terquedad de lo imprescindible desde que era un gurí. Mi abuelo asentía, repitiendo la letanía con la importancia que ameritaba el momento.
He pensado, referente a mi abuela, que también ella había recibido su manual, también había sobrevivido a la intemperie de un mundo que enseña a las mujeres a caminar con la espalda rígida, con los ojos clavados en la sombra. Lo suyo era un intento de romper la cadena, de pasar la carga al lado que correspondía. De mudar la vergüenza. Porque la vergüenza, esa que sonrojaba a la nieta mientras su falda se convertía en un tema de seguridad, no debería seguir en sus hombros pequeños, sino volverse contra quienes sostienen el andamiaje del miedo.
Mientras el bus avanzaba, entendí que yo, privilegiado en mi día a día sin manual de supervivencia, no debía mirar esas palabras como un panfleto, ni mucho menos piense usted lector(a) que las escribo para apropiármelas como bandera, sino es para sentirlas como recordatorio. El recordatorio de que empatizar con el dolor heredado es, tal vez, el único modo de no seguir reproduciéndolo, y desde allí contribuir al cambio.
Y allí, en medio del caos de un viernes cualquiera, la ciudad se me volvió espejismo y herida, abuela y nieta, mi infancia y la suya. Un mismo manual escrito con distintas manos, desigual, desvalanceado, cada frase tallada en el aire como advertencia.
Un viernes cualquiera, pero con la certeza de que el miedo heredado tiene que cambiar de dueño.
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