Dicen que el universo nació de un destello,
un relámpago que se abrió paso en la nada
y encendió el todo.
Quizás el amor sea lo mismo:
un chispazo imposible
que arde donde jamás hubo fuego,
que prende llamas en cuerpos
que no sabían que podían arder.
Extiendo mis brazos a lo invisible,
a lo prohibido,
como quien busca en la noche
un secreto que sólo existe al pronunciarse.
Cada deseo es un cometa fugaz
que ilumina apenas un segundo,
pero ese segundo basta
para alterar el mapa de todas mis constelaciones.
No hay fórmula que deshaga
la unión de lo que se reconoce en lo profundo.
Ni la distancia, ni el tiempo, ni la herida
pueden quebrar la geometría del encuentro:
ese instante exacto en que dos almas
se nombran sin palabras
y el universo calla, como testigo.
La memoria guarda sus propias hogueras.
Son brasas encendidas en la piel,
cicatrices que no duelen,
pero que laten cuando cierro los ojos.
Y en la quietud, descubro que lo efímero
se vuelve eterno,
que lo pasajero sostiene su fulgor
más allá de la ausencia.
Te extraño como se extraña al agua
en mitad del desierto,
como quien sabe que nada lo saciará
salvo la fuente primera.
Y mientras ando, ciego entre paredes,
la vida me empuja de un lado a otro,
pero en cada sombra late la misma certeza:
volver a vos es volver al origen.
Porque aunque todo acabe,
aunque la historia se deshaga
como tinta bajo la lluvia,
tu abrazo será siempre mi Big Bang,
mi comienzo y mi destino.
Y lo eterno, lo que nunca muere,
será este milagro de sentirte,
aunque el tiempo insista en huir.
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