La estación: del arco amarillo, para Sofía número III.
Sep 9, 2024
Amenazaba el viento, y cada tanto un relámpago alumbraba todo. La gente desaparecía de a poco de las calles, bajaban cada tanto de los trenes, desesperados, corriendo como si el final estuviese decretado, o por lo menos cerca. Los miraba, perpleja, algunos me hacían reír, otros me contagiaban las ganas de salir corriendo. Lo cierto es que no tenía ninguna ocupación, no tenía propósito más que estar observando. No llegaría tarde, mucho menos temprano, a ningna vida. Mi teléfono ya no sonaba, ni me recriminaban los mensajes sin contestar. La calma amenazaba por todos lados tanto como el viento, la calma que siempre había sido anhelo hoy era mi todo. Los árboles se habían aquietado, ¿sería uno más de ellos? Me golpeó en las botas una botella de plástico, la levanté, la tiré al tacho de basura. Y justo antes de soltarla me inundó un poco la melancolía, tan fácil era descartar lo que hacía poco nos había llenaba. Si sólo fuésemos algo más cuidadosos, no todo es tan poco sensible como una botella, y por lo menos yo, considero que no merezco ese trato. No es que me crea mucho tampoco; pero que un pedazo de plástico y yo, hayamos compartido prácticamente el mismo destino me resulta, como mínimo, curioso. Se desató bestialmente la lluvia, se quebraron los cielos, también las tierras, asomaron los rayos, los relámpagos y vendavales. Pude justo a tiempo refugiarme bajo un techito, cabizbaja, intentaba que el agua que iba rebotando por todas partes no pudiese alcanzar mi ropa, no tenía paraguas, y mi campera resistiría tan solo unos minutos. Unos bichitos bailoteaban contra el único farol que tenía sobre mí, golpeaba cada tanto la pared siguiendo al viento, una paloma se acurrucaba en su nido, cada tanto hacía ruidos raros, y con cada segundo que pasaba, el cielo se teñía más de negro.
Quería bajar del taxi antes de que pudiese notar que no tenía cómo pagarle, aproveché el diluvio y apenas el motor cesó su marcha, abrí la puerta rápidamente y corrí hacia la estación. Mirando siempre de reojo, aunque procurando no resbalar, a ver si en medio de la locura los insultos que se perdían en el golpear de la lluvia podrían levantar sospechas, incluso cabía la remota posibilidad de que algún policía quisiera dejar de tomar mate y decida mojarse corriendo tras de mí. Para mi suerte no sucedió. Entré como pude a la estación saltando los molinetes de la entrada, siempre atento a todo, una vez dentro, completamente empapado me fui caminando hacia el extremo más lejano a la puerta. Llegando hasta el lateral, aguardaba un techito algo luminado, no pude divisar hasta atravesar por completo la lluvia, que bajo el mismo se encontraba refugiada una mujer. Mojado de pies a cabeza, me acomodé en un costado, intentando constantemente evitar cualquier tipo de contacto.
La tormenta se había apoderado de todos; de los otros, de las calles, de mí y de ellos. El agua se filtraba por doquier, caía como cascada y aunque hacía yo mi mayor esfuerzo, no podría evitar que los alcance. A aquellos dos, que se refugiaban tan distantes compartiendo un mismo espacio. Cuánto deseaba un rayo, cómo deseaba la irrupción con impronta de explosión, aquella que volase algo por los aires, incluso lastimase y genere aquella necesidad de atención. Les tiraría un rayo que los hiera así necesitarían curarse; y si fuese el uno al otro, mejor. Es cierto que no podía ver nada, aun así los sentía, soy bastante vieja y tengo ya el suficiente mérito y experiencia. Fui cuidadosa, ellos nunca me vieron, sentí el helar que los agolpaba a cada uno. Cada tanto el hombre se corría, un poquito más a la derecha, cada tanto se corría porque siempre se sintió perturbando el medio. Tanto tiempo había creído en la paradoja que le planteaba el mundo; en la cual el se convencía que toda su desgracia era por tenerlo en contra, a la vez, que se consideraba lo suficientemente pequeño como para que el mismo pudiese reparar en su existir. Hacía lo posible constantemente para ocultar su presencia, para ocultarse, volverse un foquito más de la estación que pudiesen rodear los bichos. Indiferente, sin perturbarla ni siquiera un segundo. Aunque cada tanto, se le escapaba un ojo, había algo en ella que lo cautivaba, que lo atrapaba, que le prometía algo más, no importaba qué, ¿y sabés cuán vital son las promesas en esos tiempos? Ella miraba el sinfín, transgredía la pared de agua, quería saltarla, romperla, quería salir corriendo a cualquier parte para llegar a cualquier lugar. Le dolía el alma lo suficiente como para no preocuparse por la vida, se había sentido tan poco valorada tanto tiempo, que hoy ella misma dudaba de su valor. Coexistían dos angustias bestiales en unos pocos metros, y aunque no las compartían, cada tanto se ojeaban para ver cómo es que estaría sufriendo el otro. Era evidente que se olían, se percibían, se interceptaban tácitamente, y a pesar de su inacción, ninguno podría ocultar la angustia que se escapaba de la piel. Vagos movimientos, toses, miradas al techo, algunos pasitos curiosos, silbidos, tarareos; la tensión iba naciendo a medida que el tiempo no los dejaba escapar. Siento que tenían mucho para decir, que podrían haberse contado tantas cosas. Y hablo de potenciales porque yo los miraba desde enfrente, desde abajo, desde arriba, y no les alcanzaban mis techos, ni empujones; ni mis deseos de accionar. Sentí que podrían acompañarse en esta espera; tristemente, hasta el fin del tiempo.
Habían pasado algunas horas e imprevistamente cesaron las lluvias. Unos curiosos rayitos de sol se iban despertando. El hombre, casi dormido, comenzó a estirarse de a poquito, mientras su periferia buscaba notar con cautela si es que ella aun estaba ahí. De a poco ella también se fue parando, la mayor parte de su cuerpo había permanecido seco; y aunque era mucho más cuidadosa, también volteó a comprobar si es que él seguía ahí. Me encantó coincidir en el tiempo preciso en que estas confirmaciones se chocaron, ambos dieron de frente con la incertidumbre del otro, no les quedó más que lo incómodo de voltear rápidamente, de hacer como que nunca se vieron. Se pararon casi a la vez, comprobaron no olvidarse nada, emprendieron una pequeña marcha en la que por primera vez se cruzaron las miradas;
Diluviaron los futuros, los mojaron los conciertos, se hundieron en los parques y las vacaciones que los esperaban. Vieron los trabajos, sintieron las promesas, escucharon la música en un instante. Y a medida que se fueron acercando las nubes les fueron cómplices, se fueron corriendo a la par, danzaban para ellos; el sol no se quedó atrás y fue dejando obsoleta cada tipo de luz artificial. Las ropas ya no pesaban, el frío tampoco, las malas decisiones y los dolores se desintegrarían, el sinsentido perdería su carácter teñido de oportunidad. Y ya no quedaban más que unos centímetros, podía oírse el palpitar de ambos, latían sus pasos, se propagaban por las aguas, los tablones y los rieles mientras temblaba la estación. Podían verse las pupilas dilatadas, las gotas de sudor irrumpiendo poco a poco entre el mojado de la lluvia, los gestos nerviosos de no saber dónde ubicar las manos, o cómo colocar la sonrisa, los pasos raros que no sabían dar, que se entrechocaban constantemente en medio de las rodillas. Mi emoción crecía desconmesurada, a medida que ya no quedaba camino a recorrer. Ya se sentían mutuamente el aliento, se despeinaban a la vez, creo haber sentido el rose, ese pequeño tacto esperado, que se fue destiniendo en compromiso entre su cartera, y la mochila que llevaba él en su espalda. Salieron de mi techito, le habían errado al riel, cada uno para un lado indiferentes; se frenaron unos metros adelante, no voltearon, exhalaron mirando el piso, quizás a sus reflejos. En ese instante, estalló la lluvia nuevamente. Uno, instantáneamente, siguió su camino hasta las puertas del tren que acababa de frenar en la estación; la otra, emprendió el rumbo hasta mis puertas, por las cuales cruzó y se fue mezclando entre las gotas a medida que caminó por la avenida.
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