Ahí estábamos, un par de jóvenes frente al mar, habíamos llegado a Huatulco hace apenas un par de horas y nos cambiamos de prisa para venir a playa la entrega.
No hace más de dos meses había culminado el tema legal de mi divorcio con Angelica, ella llevaba más de cuatro meses que se había ido a vivir con quien en su momento era su amante. Ellos tenían arreglada su boda mágica desde nuestro matrimonio, así que ella no me complicó el tema del divorcio, ¿quién era yo para impedirle su felicidad?, en algún momento fui el amor de su vida, pero desde la pérdida de nuestro hijo ella ya no era la misma.
Así que, en su enlistado de tareas, divorciarse era la primordial. Cedí a ello.
Joan érase mi mejor amigo desde la primaria, un artista que nunca se había casado, y ahora a sus casi cuarenta y cuatro años se había convertido en uno de esos nómadas que busca vivir sin tanto en la maleta y acostarse con todas las mujeres que pudiese.
Él me decía que la vida no era para estarse amarrando a seres de carne y hueso, su lema era “ellos cambian de parecer cada que parpadean”, lo que él predicaba era más como un “enamorarse del espíritu de la gente”. No sé a lo que refería, pero siempre me entretenía al escucharlo hablar.
Aquel escape hacia el mar, era, según él, una terapia para mi corazón destruido. No sé qué tenga el mar con los corazones rotos, pero uno siente que habita otro cuerpo cuando la marea sube y te moja lo pies. “la tristeza es una casa si la sabes habitar”, decía mi madre, y yo me estaba habitando en el dolor y en el acarreo de la marea cuando esta regresa.
Joan estaba ya a metros alejado de la orilla, nadando; alma libre sin dueño. Llevaba años sin saber de su familia, justo yo no supe de él durante casi una década. Era un hombre que se desconectaba de todo, pero uno siempre tenía la sensación de que estaba con vida y pasándola bien.
Me adentré al mar y viré mis pensamientos, me dediqué simplemente a sentir, enmudecí la voz después de sumergir mi cuerpo y salir a tomar agua, guardar silencio fue la mejor manera de escucharme. Fue larga la distancia que me aparté de la orilla y hasta ese momento me percaté que éramos las únicas personas en aquella tarde de un jueves.
Joan se me acercó para invitarme a contemplar el panorama. Hay cosas que solo se pueden llegar a apreciar cuando de fondo suena el mar. Cosas del corazón, para ser preciso.
Perdí la noción de cuánto tiempo estuvimos flotando en el mar, solo sabía que el sol se escondía al fondo de donde iniciaba el mar y que nuestro viaje apenas empezaba.
Al regresar a la orilla noté a lo lejos un sinfín de luces de los cruceros turísticos zarpar hacia la oscuridad. Joan, un experto en ciudades cercanas al océano, me invitó a cenar a sitios con un gran número de platillos de comida de mar. Disfrutamos el centro de la localidad, vimos a unos hombres tocando música en vivo y a toda una multitud rodeándolos, las noches de esa tonalidad me recuerdan al quiebre.
Compramos una botella de vino y regresamos al hotel, el cual tenía un balcón con vista a todas esas playas. El aire pegaba nuestros rostros, el día fue consumándose entre las copas que se iban llenando y vaciando.
Con lujo de detalles hablamos de Angelica, bien dicen que la distancia te da perspectiva, y al escucharme hablar de ella, caí en la cuenta que ella ya no me amaba desde tiempos más remotos a los que yo intuía en su momento.
Mi amigo se limitaba a escucharme y hacer pequeñas interrupciones para darme algunas palabras, él era ese tipo de personas cuales comprenden, en su totalidad, al de enfrente, no te juzga ni señala, me hizo ver algunos errores, y humanamente me corrigió.
Uno no puede enfrentarse al pasado, ya pasó. Uno se enfrente a la idea del pasado, y la idea no existe. Así que uno nunca se enfrenta a nada, está solo y con el corazón roto.
Bebimos hasta altas hora de la noche, el mar hacía presencia solo por el reflejo de la luna que asemejaba un baile entre el movimiento de las olas. Hice hincapié en que al día siguiente preferiría ir al mar solo, sentarme en la arena al amanecer y ver los primeros botes zarpar. Joan, fiel a su costumbre, alentó mi individualidad, él decía que pasar tiempo con uno mismo ayudaba a reconocer su luz y su sombra.
Un silencio prolongado fue interrumpido por su voz; “seré padre”. La noticia, en primera instancia, no fue sorpresiva para mí. Lo sorpresivo vino acompañado de las siguientes palabras: “Seré padre junto a la mujer que amo”.
Joan me relataba historias de mujeres y amores pasajeros; un pájaro sin jaula, o quizá un pájaro sin rumbo.
Joan era de esos hombres que les costaba comprometerse con el amor. Su compromiso vital era el del hambre por explorar y las ansias por descubrir. La seriedad de sus palabras me dejó un aire de perplejidad, pero sobre todo de felicidad.
Dio un trago apaisado a la copa, después giro su rostro para por fin verme y repetirme: “junto a la mujer que amo”.
Éramos aún niños, cuando Joan escapaba de casa de sus padres para visitarme al patio trasero de mi hogar. No éramos privilegiados económicamente hablando, pero durante la niñez sientes que el mundo es tuyo.
Joan vivía bajo el techo de un matrimonio espinoso, la lucha por la razón era el pan de cada día. Nunca me llegó a mencionar golpes, pero entre sus relatos cortados dejaba entrever algún tipo de daño.
Fue durante su adolescencia que escapó por fin de aquel hogar; consiguió algunos trabajos de fuerza al norte del país, me lo comentó tiempo después.
De sus padres no volví a saber, nunca tocaba ese tema, mi idea de que rompió aquel vinculo es irrefutable. No tuvo hermanos, no tenía un lazo con sus raíces, todos a cuantos conocieran eran su nueva familia, o bien pasajera o bien permanente. Era yo quizá su lazo más sólido sobre el tiempo.
Quería a mi amigo como se quiere a un ave, enjaularlo sería prohibirle su labor bajo el sol; volar.
Dejarlo volar es brindarle la coyuntura de que nunca lo vuelvas a ver.
Desperté temprano al día siguiente, me di un baño y me dispuse a ir al mar para sumergirme las penas.
No había rastro del equipaje de Joan, la ventana estaba abierta y en el balcón aún posaba la imagen de un par de copas vacías junto a la botella de vino. Joan se había ido.
Su extraña forma de decir “adiós” era usando el silencio. No me molestaba, yo también he aprendido a callarme cuando se me hace tarde.
Ya era tarde para seguir con sus vueltas, había conocido a una mujer en otra parte del mundo y sería padre.
Bajé por la pendiente de arena, dispuse mis accesorios de playa a orillas de donde la marea marca su territorio. A lo lejos vi a una joven pareja de enamorados con un niño entre los brazos, arrimándole las piernas al mar, y este al sentir el agua helada liberaba una risa que contagiaba a sus padres.
Como aquel niño, fui metiendo mis piernas poco a poco para sentir el agua helada. Así poco a poco continué en dirección al amanecer hasta tener el agua a altura del cuello. Dejar de hablar fue la única manera de escucharme. No sé qué tiene el mar con los corazones rotos, miré hacia la puesta del sol como quien busca una señal, la nada se expandía y abarcaba todo hasta donde mis ojos alcanzaban a distinguir. Cuando uno llega a los cuarenta es consciente de que el cuerpo tendrá un límite, de que la vida es un suspiro. Pensé en el amor de Angelica como una etapa que terminó. Pensé en el amor como algo que no me volverá a ocurrir.
Vi cómo aquella pareja se disponía en dirección contraria al mar, para así dejarme en solitario sobre aquel espacioso color azul. Justo ahí tuve el presentimiento de que nunca más volvería a ver a mi mejor amigo.
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